Enero de 2020, fecha indeterminada. Es todo lo que recuerdo a manera de datos contextuales. También, que se trataba del cumpleaños de mi prima Paula, en ausencia de su marido, el imbécil, quien por suerte se encontraba “de gira” por una de sus quintas de la sierra, e impedido de asistir al onomástico de su propia esposa. Nadie podía creer semejante payasada, pero para no hacer sentir mal a mi prima, todos asentimos en silencio.
En especial yo. Y feliz.
El departamento de ese par de giles se encuentra ubicado en las colinas más fancy de La Capital. En un edificio aterrazado que ofrece la que es quizás la vista más espectacular de la ciudad y de la cordillera de los Andes a cualquier hora del día. Si no fuera porque Christian Abadid vivía ahí, habría sido, con seguridad, mi espacio físico ideal para pasar una noche en compañía de una copa de Merlot y música indie.
Nathaniel es mi chofer personal en esta ocasión. Asiste conmigo a regañadientes. Le gusta hacer su entrada dramática y triunfal a cualquier evento en soledad, lejos de sus papis. Eso le quita glamour, según él. Y no le discuto, tiene sus razones para pensar así.
Desde el asiento trasero, y al resguardo de mi pequeña Abril, Nathaniel se ve, de espaldas, como la versión juvenil de Jordan: delgadísimo detrás de su camisa roja de caída suave, que dejará adivinar un físico espectacular, sin sugerirlo, siquiera, dada la holgura de la tela. Con su cabello oscurísimo como un abismo, y con destellos que simulan a diamantes incrustados en una mina de carbón. Con su piel marmórea y de una homogeneidad sedosa, interrumpida apenas por la creciente barba que ya se deja ver abundante, igual que la de su padre.
Paula nos recibió como correspondía a dos integrantes de su familia y a sus pares de condición: a Nathaniel con una La Croix de watermelon (su bebida gringuísima favorita –y la de Jordan también–), y a mí con una Stella Artois recién salida de la nevera.
«Así, y solo así debería ser la vida», me dije, al ser recibida de semejante manera y con un sonoro abrazo que casi vulnera mi espina dorsal. No tengo idea de por qué mi prima se encontraba tan efusiva conmigo, desde hace años que había dejado de serlo –si es que algún día lo fue–, en especial desde que mi relación con Jay se hizo pública. No es un secreto para nadie que Paula siempre le tuvo unas ganas tremendas.
Pero, no la culpo. ¿Quién no le tenía ganas a Jordan, por entonces? Pues nadie, eso es seguro.
El recibimiento de mi familia en la fiesta de mi prima resultó, por lo demás, como podía predecirse: con las mujeres, y la edad de estas no tuvo jamás ninguna importancia, sacando los ojos al mirar pasar a mi hijo, que tenía en brazos a su hermana menor y la mecía, para entretenerla y para prevenir que se asustase por el barullo.
–No, no es su hija. Es mía –es todo lo que respondía a los invitados, toda vez que se mostraban sorprendidos por la destreza paternal de Nathaniel.
Luego de encandilar a las masas, como era su involuntaria costumbre, mi retoño mayor se dirigió a la habitación de los esposos Abadid para hacer dormir a la nena, mientras que yo me quedé a cotillear en la cocina con algunos conocidos que preparaban alguna bebida en particular.
–Es pisco sour –me respondió el tipo que la preparaba, al preguntarle de qué iba aquello que mezclaba.
No debí preguntar, carajo. La sola mención de ese término me recordaba a Rui. A él solía encantarle esa bebida. O, al menos, es lo que me dijo.
«Bueno, al menos tengo la plena certeza de lo que no tomaré esta noche», me dije. Con la sola mención de ese cóctel ya tuve suficiente como para desenterrar un pasado al que no querría volver, por nada del mundo, pero del que ha sido difícil desengancharme del todo.
No sé por qué se me ocurren cosas así. Pero, qué le vamos a hacer.
–¿Dónde está Jay? –me preguntó Paula, mientras brindaba con la bebida recién salida de la licuadora y servida en vasos previamente congelados.
–Todavía no se desocupa en la embajada –respondí–. Vendrá en cualquier momento.
Su sonrisa de duda y suficiencia me hizo pensar que, quizás, mi queridísima prima consideraba a Jordan un mentiroso de primera, al igual que a su marido.
–¿Viene Hadid? –pregunté, como por reflejo.
A mi hermana, que también estaba ahí, casi se le atora el pisco sour en el gaznate.
–No lo dudes –respondió Paula, guiñándome un ojo. No sé por qué carajos hizo eso. ¿Acaso sabía lo de los dos?
Tampoco estoy segura de por qué hice esa pregunta tan estúpida.
–Y, Gaby, ¿viene también? –volví a mis andanzas masoquistas.
–Nah –respondió mi prima–. Ni siquiera se me ocurrió invitarla.
Agradecí en silencio tremenda deferencia. Después de todo, Pau todavía me tenía alguna consideración. Pero, mi yo interior, ese al que le encanta sufrir, habría pagado por ver a los amantes estrella de Jordan y Brenda juntos, en la misma sala. Y manoseándose.
De nuevo, no entiendo por qué se me venían a la mente tamaños disparates.
Timbraron. Se trataba de Jordan. Paula salió a recibirlo en la puerta del departamento. Yo me quedé en la cocina en compañía de gente que, en su mayoría, nunca había visto en mi vida, y de mi hermana.