Instrucciones para restablecer el Destino

119 | Instrucciones para ¿restablecer? el Destino

Las heridas no sanan para siempre. Digamos que las mías ni siquiera se curan, en primer lugar. Soy el equivalente a una hemofílica emocional. Mis traumas supurarán por la eternidad, al amparo de mis neurosis y mi orgullo y dignidad heridas. Los tres pilares de la autodestrucción femenina.

De mi autodestrucción personal.

Decir que he perdonado a mi marido sería un overstatement en toda regla, como dice él. Aquella noche me di cuenta, cuando fue Paula, y no Christian Abadid (A.K.A. el imbécil), quien puso el dedo sobre la llaga, de la mano de Hadid, mi bellísimo ex amante resentido de por vida.

–Elijo a Brenda para el siguiente reto–. Bueno, después de todo, habibi no me había ninguneado. En eso le doy el crédito. Mi ego había sido restaurado, al menos, por el momento–. ¿Verdad o desafío, linda?

Pero, de que quería joderme no cabía la menor duda.

Quizás esperó que esperaba que le respondiera desafío, el equivalente social al menor de los males. Un ridículo efímero, cuando menos. Pero no. No en mi guardia, querido.

–Verdad –es lo único que le respondí, por picada, creo. Me gusta ir a la guerra, aunque no me encuentre provista de armas. Una también puede jugar limpio a la autodestrucción pública.

Hadid emitió esa risita de mierda calcada de Jordan. Efímera, casi imperceptible para quien no le pone la suficiente atención, pero venenosa como el curare.

–Párate al frente y cuéntanos el secreto más oscuro de tu relación con Jay–. Hadid me miró con esos ojos oscuros que apuntaban a los míos como un láser–. Y te recuerdo que tengo derecho a veto.

Uf… bueno, había mucho de dónde tirar con esa pregunta. Demasiado, diría yo. A ver, estaba lo de nuestra sesión de sexo oral no consentido (en principio), en la habitación de Jay en el glorioso 1998. Supongo que Had esperaba que lo confiese a los cuatro vientos. Era demasiado mérito suyo como para que el mundo entero no lo sepa. Y se demoró en formular la cuestión, no porque le costara, sino porque esperaba que Jordan estuviera cerca para verlo.

Con lo que no contaba era con que yo guardaba otro secreto mucho más oscuro aún que una relativamente inocente cuerneada que palidecía en comparación con la que mi ahora marido me había propinado veintipico de años atrás.

Y aproveché la ausencia de Jordan para gritarla. Necesitaba hacerlo, vaya. Nunca tuve a quién revelar aquella verdad de forma gratuita y kamikaze.

–Bien –me levanté del sofá cuyos cojines ya se habían amoldado a la forma de mi delgado trasero, erguí mi figura habitualmente un tanto desgarbada, me paré en frente de los presentes y solté la bomba, sin pensarlo, siquiera–. Durante catorce años pensé en asesinar al que ahora es mi marido. Planifiqué seriamente mi crimen: estudié la anatomía necesaria para aprender apuñalarlo en el corazón y así asegurar su muerte, incluso creé un fondo de ahorros para pagar a mi abogada defensora y hasta redacté mi testamento en caso de que se me sentenciara a la pena capital, porque no había manera de ejecutar el asesinato en este país. Me vería obligada a hacerlo en Estados Unidos. Así es, ya lo dije.

El corro permaneció en silencio. Yo diría que hasta interrumpido en el tiempo. Nadie movió ni un solo pelo, ni siquiera Had, que se quedó con su vaso de pisco sour a medio camino de su preciosa y bien avenida boca. Mi prima, que sostenía la jarra de trago, casi la deja caer, y ese fue el único movimiento involuntario que se gestó en aquella habitación.

Se escuchó una puerta abrirse a lo lejos, se cerró con delicadeza. Unos pasos avanzaron a través del enorme pasillo de aquel amplísimo departamento y se dirigieron hasta la sala, atravesaron a unos cuantos invitados y se detuvieron en el sofá vacío de dos asientos. Era Jordan. Se había quitado la chaqueta y su camisa Balenciaga estaba arremangada, pese a que su corbata seguía anudada de manera intacta. No llegó a sentarse, luego de observar el estado de estupefacción y animación suspendida de los presentes.

–¿Qué?, ¿me perdí de algo? –fue todo lo que preguntó.

Me quedé mirándolo en silencio. Jordan tenía cuarenta y cuatro años y se veía más espectacular que nunca: hombre con dinero, una posición y mucho poder. El futuro embajador de los Estados Unidos de América de mi pequeña tierra. Con una esposa, tres hijos varones y una hija pequeña. Con un sinnúmero de propiedades inmobiliarias alrededor de Latinoamérica que asegurarían la supervivencia de sus descendientes hasta la náusea. Con un físico impecable y un rostro que demostraba que el Dios de los cristianos de –cuya existencia dudaba– en efecto existía, y que, cuando se lo proponía, podía hacer auténticas maravillas con su poder.

Yo lo endiosaba, lo idolatraba y, a menudo, hasta lo cosificaba. Él era el centro, el todo. Planifiqué mi vida en función de él y me extravié en el intento. Aposté, como lo dijo Juan Pablo Castel en El túnel, mi vida entera a un solo número. Y el número era él.

Fue entonces, y solo entonces, cuando me di cuenta de que la casa me había vencido.

–Te perdiste de todo, mi vida –le respondí, por primera vez, creo, y con toda la honestidad de la que fui capaz, mirándolo a los ojos–. Te perdiste de absolutamente todo.

No sería yo la indicada para participar a Jordan de los efectos de mi confesión. Supongo que de eso ya se encargaría Paula, Hadid o el mismísimo Abadid, de forma retroactiva, quizás unos días después, y con bastante saña.




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