20 de junio del 124. Primavera.
Papá solía decir que el chisme era como el tubo de escape de una sociedad que era obligada a reprimir sus impulsos. A medida que crecía, me daba cuenta de que eso era cierto. Aunque no me agradó descubrir que la protagonista de esos chismes era casi siempre yo. Dicen que Laia Myers hizo esto, dicen que Laia Myers hizo aquello. Chismes, chismes, y más chismes.
Al menos esta vez no estaba envuelta en los rumores del día.
—Mi mamá dice que fueron los Godoy del bloque quince. Ellos sirven como voluntarios en mi administración. No se presentaron a trabajar dos días, así que eso que dicen es verdad —murmuró Alicia, quien iba del brazo de Manuela. Ambas eran del nivel tres.
Yo le decía murmullo, pero en realidad cualquiera que estuviera a tres pasos de ellas las escucharía. Parecía que lo hacían apropósito.
—Yo creo que una de las hijas está embarazada, eso debe ser —dijo Manuela—. Saltarse los exámenes médicos anuales no es normal.
Entorné mis ojos. ¿Por qué tenía que caminar atrás de estas dos? Comencé a ralentizar mis pasos para alejarme de sus voces llenas de cizaña y mala intención.
—¡Embarazada! —chilló la otra demasiado alto. Su amiga la hizo callar de inmediato. Se cuchicheaban entre ellas, pero ya no las podía oír.
Llegué al comedor unos segundos después que ellas. Elegí sabiamente mi lugar. Cuando todos estuvieron sentados, comenzaron a servir la comida. Me concentré en lo mío y me hice de oídos sordos.
No sirvió de mucho.
Tenía un dulce postre de fresas en mi boca, mi fruta, o lo que sea, favorita, pero lo único que sentía era el sabor de una amarga y lenta agonía. En cualquier otro día estaría feliz de comer algo delicioso, de hecho, había muy pocas cosas en esta vida que me echen a perder el sagrado ritual de degustar un manjar de esta magnitud.
Había mucho ruido alrededor: el chocar de los cubiertos contra la losa de los platos, el sonido que provocaba el sorber y masticar de las personas más cercanas a mí, la música de piano que sonaba demasiado alta para la ocasión, pero lo que más me molestaba era oír a Colin hablar. Se notaba que le gustaba escuchar su propia voz, no importaba cuán estúpido y odioso sonara. Su grupito de amigos sentados cerca de él parecían disfrutar de sus mordaces comentarios y sus burlones ataques. Siempre que no fuera contra ellos, estaba bien. Yo solo quería que el bocón cierre la boca de una vez.
¿Cuántas miradas cargadas de molestia tenía que enviarle para que captara el mensaje? Con certeza, hasta el momento, no eran suficientes veces.
Apuñalé la tarta con mi tenedor para cortar otro pedazo y metérmelo en la boca. Solo así lograba bloquear las palabras que querían salir con tanta desesperación. Mamá me pidió ser una buena chica, amable y educada, no llamar demasiado la atención, y cuando ella pedía cosas y yo no conseguía cumplirlas, se enojaba y me castigaba una buena cantidad de tiempo. Gritarles que cerraran la boca sería un boleto gratuito a un mes de castigo. Tal vez menos tiempo, tal vez más, pero castigo después de todo, y no quería ganármelo, acaba de salir de uno largo.
Junto a mi silla estaba Pablo, quien escuchaba con sorprendente tranquilidad todas las palabras que se decían mientras comíamos. Debía estar mordiéndose la lengua para no estallar, porque era imposible que estuviera de acuerdo con lo que hablaban; sin embargo, no se le notaba molesto en absoluto. Era bien conocido que yo no era la más callada de las personas, pero él sí. No hablaba ni cuando era necesario y no actuaba a menos que no tuviera otra alternativa. Admiraba su compromiso por mantener su imagen intacta, pero criticaba su personalidad pasiva. ¿Quién seguía caminando como si nada después de que lo insultasen? El chico lo hacía. No había intercambio de miradas de odio, ni muecas de vergüenza, para él simplemente no existía nadie más.
Y creo que eso era lo que les molestaba a los demás, que Pablo los ignorara.
Como sea, el que me encuentre en esta situación era total y llanamente mi culpa. Debí hacerle caso a mi intuición y fingir un resfriado atroz para evitar venir a esta cena. Entrar a la residencia de La Orden era de por sí un gran motivo para mentir acerca de mi estado de salud. No me gustaba la mansión, era ostentosa y atemorizante. Las personas que trabajaban aquí tenían grabado el terror en sus rostros. Y no era exageración. Aquí vivía la familia más poderosa de todas las estaciones, la que podía acabar con tu vida si creían que incumplías una regla, y eso incluía mirarlos con mala cara o simplemente mirarlos demasiado; lo llamaban "no respeto a la autoridad".
Teníamos leyes en el Honorario, donde estaban todas las reglas importantes, las que realmente valdrían un castigo si llegabas a incumplirlas, pero podía asegurar que había más exiliados por "mirar mal" que por quedarse embarazada en las fechas incorrectas. Una completa locura.