El resto de mi estancia en el hospital pasó entre estar dormida y fingir estarlo. Las pocas veces en que las enfermeras me obligaban a despertar, ya sea que haya estado dormida o fingiendo hacerlo, fue para supervisar que comiera. No es que no tuviera hambre, en realidad me comería toda la comida de una semana si pudiera; la situación estaba en que, mientras más comía, mi recuperación se aceleraba. Y no quería salir del hospital. Era una estrategia muy mala, pero al menos aquí podía evitar todas las visitas y todas las preguntas.
Sabía que era inevitable que La Orden me vuelva a interrogar, pero realmente no quería repetir lo de hace unos días.
No quería escuchar sobre los pormenores de la desaparición de Pablo. No quería que sus padres me interrogaran. ¿Qué les diría? ¿Lo siento, pero lo intenté? ¿Siento su perdida? No podía ofrecer nada más que palabras y eso no era suficiente. No lo fueron cuando papá murió y no serán diferente en esta ocasión.
Seguramente sus padres me odiarían. Yo me odiaba.
—Laia, sé que no estás dormida. —Una voz fuerte y masculina interrumpió mi lío interior, una que conocía muy bien. No abrí mis ojos, pero el leve temblor de mi cuello, causado por la repentina presencia, me delató.
—No pretendía parecerlo —respondí lo más serena posible. Seguí sin abrir los ojos. No quería ver lo lastimado que estaba.
—Claro... —Ian arrastró la palabra más de lo necesario. Escuché cómo arrastraba sus pies por el suelo alfombrado y se colocaba a mi derecha—. ¿Cómo estás?
Como si mi ex mejor amigo estuviera muerto.
—Cansada —respondí simplemente. No mentí del todo.
—La Orden pasó por mi habitación hace unos días. —Estuve tentada a abrir los ojos, pero pude resistirlo—. Ellos dicen que Pablo... —Dejó las palabras en el aire y por alguna razón eso me llenó de irá. Abrí mis ojos.
—Que ya no está —dije mientras miraba sus centelleantes ojos negros. Titubeé un poco al ver el estado en el que se encontraba. Su cara se asemejaba a un arcoíris muy brillante. Un parche le cubría media frente y no pude evitar notar su posición encorvada. Sostenía sus costillas con su brazo derecho—. Puedes decirlo —finalicé.
Él también me observó, o más bien, me examinó. Hizo un repaso desde mi cara hasta mis piernas cubiertas por las cobijas. Luego sus ojos volvieron a mi cara y se mantuvieron ahí. Sabía lo que veía, mis ojos enrojecidos e hinchados. Era otra de las razones por las que no quería abrirlos.
—Veo que tu cara bonita no está tan impecable como siempre —comentó con media sonrisa. Un poco de enojo se filtró entre la compasión que empezaba a sentir por su estado, pero no lo demostré ya que tuve la satisfacción de ver cómo le dolió el haber sonreído.
—Tú no eres precisamente Adam Méndez —respondí a su comentario comparándolo con el cantante más reconocido en todas las cuatro Estaciones.
—Puede ser, pero no he perdido mi toque —se galardonó mientras se alejaba hacia el sillón en el que dormía mamá. Tomó asiento, hizo una mueca cuando se agachó. Lucía como si fuera el dolor andante—. ¿Quieres saber cómo es que estoy aquí? En tu habitación me refiero. —No realmente, pero continuó antes de que lo parara—. Tuve un gratificante encuentro con Remy...
—La enfermera se llama Romy, idiota.
—¡Romy! Eso. Bueno hay unas estanterías...
—Suficiente, he entendido. No has perdido el "toque".
—Eso es lo que digo.
—Por supuesto —dije mientras me obligaba a mirar hacia la blanca puerta de mi habitación de hospital—. Siento que estés así.
Listo, lo hice. Las palabras sonaron muy extrañas en mis labios, pero logré decirlo. No me atreví a mirar su expresión porque sabía que, de cualquier forma, lograría que me sonroje. El que no dijera nada no ayudó a la tensión que comenzó a crecer en el ambiente en cuanto las palabras salieron de mi boca.
—Me han traído muchos regalos, no es que me queje —comentó. Que evitara burlarse de mí le sumó puntos a mi lista de cosas buenas de Ian.
—Claro, una paliza a cambio de regalos. Eso es lo que se hace —dije volviendo mi vista hacia él.
—Es mi estilo —respondió con un guiño. El movimiento le dolió. Me reí de la mueca, fue una verdadera risa. No tenía idea de cómo lograba sonreír después de esto, pero lo hacía. De repente, mi mente comenzó a ir por lugares que únicamente podría ser posibles debido a la medicación.
—Si es que apenas te puedes mover, cómo es que con Romy... —Me callé en cuanto el juicio llegó de nuevo a mí, pero fue demasiado tarde. La amplia sonrisa de Ian me indicó que había escuchado el murmullo.
—Creo que podrías entender mi estilo algún día, Laia —dijo mientras se acomodaba en el sillón. La sonrisa no desaparecía de su rostro mientras negaba con la cabeza. Esta vez pude sentir el sonrojo que se propagó por toda mi cara.