Nuestras miradas estaban atrapadas por un invisible hilo de corriente eléctrica. Nunca había visto la mirada del peligro, pero sin duda Tim la representaba muy bien. El niño de seis años me odiaba y yo lo odiaba a él, por lo que ponerlo en mi grupo de estudio no había sido la mejor idea del mundo. Lo único que pretendía era que mi grupo de niños desarrollen sus capacidades de la pintura y el arte. Sin embargo, ahora estaba presenciando una revolución en mi contra. No podía creer que sea incapaz de controlar a ocho niños que no llegaban ni a la mitad de mi edad.
Bueno, más bien no podía controlar a uno, el más letal de ellos.
—Tim baja eso —pedí sin apartar la mirada. Mi voz tembló cuando pronuncié las palabras. No servía para mostrar valentía frente a estos demonios que tenía por alumnos—. No quieres hacerme enojar, ¿verdad?
El niño apretó el tarro de pintura que tenía en sus manos. Una pequeña y juguetona risa salió de él cuando dejé escapar un leve grito de susto ante la acción. Los demás niños se rieron tras él. Si apretaba mucho más fuerte, esta vez el chorro iría directo a mi cara. Me embarraría de pintura. Sus manos eran una amenaza ahora mismo.
Todo él era una amenaza.
Aunque mi instinto me gritaba que derribe al pequeño cuerpo que tenía enfrente, estaba segura de que a mi supervisor no le sentaría bien la acción. Sin mencionar que, si bien yo tampoco pesaba mucho que digamos, si me lanzaba a Tim, destrozaría su delgado cuerpo.
Me pregunté vagamente si ese sería un delito muy grave.
La mirada de Tim se tornó impaciente cuando escuchó los gritos de los demás niños que jugaban en el patio. Lo que el mocoso no entendía, es que su turno de jugar ya había pasado hace mucho tiempo, ahora era el de los niños de la otra clase.
—Quiero salir a jugar —demandó el niño. No me gustó para nada su tono.
—Cuando terminemos...
El chorro de pintura amarilla salió disparado con tanta velocidad que no me dio la oportunidad de moverme ni un centímetro. La pintura llegó a mi cara, a mi cabello y a mi hombro. La ira erupcionó con la misma rapidez que el chorro. Algo en mis ojos debió darle una pista de lo que le iba a hacer después de atraparlo, porque comenzó a ir hacia atrás junto a los demás niños que estaban a su espalda.
—¡Pequeño demonio! Te voy a...
—¡Laia! —gritó alguien desde atrás y me di la vuelta inmediatamente escondiendo detrás de mi espalda el tarro de pintura que había agarrado de la mesa para untársela a Tim. Los ojos de Samon se abrieron sorprendidos cuando vio mi apariencia. Debía lucir como lo que en uno de los libros que leí hace tiempo describía como una loca de los gatos—. ¿Qué te ha pasado?
El susto había bajado un poco mi enojo, lo suficiente para hacerme dejar el tarro de pintura de nuevo en la mesa.
—Ese niño, eso es lo que me ha pasado. —Señalé a Tim con el dedo. Puso la mirada más inocente que le había visto poner jamás.
—Fue un accidente —dijo mientras se alejaba de mí y corría hacia Samon. Se escondió detrás de sus largas piernas. Los demás niños lo siguieron. A veces este niño me recordaba tanto a Sean y a su grupo de seguidores que no podía evitar pensar en el futuro. Tal vez Tim encontraría a una chica a la que atormentar, así como Sean había hecho conmigo durante casi toda mi vida. Ojalá tenga un hermano o hermana mayor que cuide de todas sus idioteces futuras, tal como Ian solía hacer con su hermano.
A pesar de que Samon no me gritó, su mirada severa me indicó que no le había gustado que le grite al niño. Era un defensor de la paz y la paciencia. En mi defensa, ni siquiera recordaba lo que le había gritado. Después de que mandara a los niños a jugar con los demás y estos con una mirada triunfante hacia mí cumplieran su orden, Samon me envió a limpiarme y sin decir nada le hice caso.
Mirarme al espejo casi me hizo llorar del enojo. Ni siquiera sabía cómo limpiar o dónde empezar. Sonaron dos golpes en la puerta antes de que Samon entrara. A través del espejo, donde yo evaluaba los daños, él me observaba.
—¿Estás bien? —preguntó.
—Tengo pintura amarilla en mi cabello, Samon —gruñí mientras lo ataba en un moño alto. Había decidido comenzar por mi cara, me preocupaba la pintura seca en las pestañas de mi ojo izquierdo. Me incliné hacia el lavabo y acerqué mis manos al sensor que detectaba movimiento y dejaba libre el agua. El líquido cayó en mis manos y comencé con la delicada tarea.
Agradecí cuando comencé a notar que la dureza en mi rostro se disolvía, sin llevarse mis pestañas con ella. Cuando terminé con mi rostro, el chico que miraba silencioso a mi lado me ofreció una toalla para secarme. La tomé sin decir una palabra y me sequé con pequeños toques. Samon me miraba de una forma extraña mientras lo hacía.