Los nervios de todos estaban agitando los míos. De la oficina de los Martínez, administradores de la educación en Primavera, salían y entraban personas. Guías y guardias de La Orden se turnaban para entrar, gruñir alguna pregunta y marcharse sin ninguna respuesta. No tenía nada más que decirles, ya había dicho todo lo que sabía y recordaba. Sin embargo, seguían viniendo, mirándome como si fuera estúpida por no poder decirles más.
Mi ropa estaba casi seca, pero seguía sintiendo frío. Alguien se comidió en envolverme en una toalla cuando Roth me trajo hasta aquí. Él me encontró, bueno, eso era obvio, era el único que sabía que había entrado a los vestidores. También se llevó una sorpresa cuando vio a Sean. Comprobó al tres y luego me miró. Lo vi en sus ojos, él pensaba que yo lo hice. Aun si era evidente que no había forma de que yo logre superar las fuerzas del menor de los Lenha, vi esa mirada por unos segundos, la que gritaba que era una asesina.
Comenzaba a pensar que tal vez sí tuve algo que ver.
—Falta treinta minutos para que se abran las puertas —dijo el director Martínez que permanecía sentado en su cómoda silla atrás del escritorio—. Sería buena idea que recuerde todo lo que me ha dicho para que se lo pueda decir a La Orden. Afuera ya saben lo que ocurrió, aunque no tienen claro cómo. Ahí es donde usted entra, señorita Myers. —No dije nada, solo lo vi por unos segundos y luego aparté la mirada—. Tal vez le pueda hablar a su madre de nuestro excelente manejo de las cosas —sugirió con una sonrisa. Apoyó los antebrazos en el escritorio para impulsar un poco su cuerpo más cerca del mío—. No queremos que vaya a pensar lo contrario.
No pude evitar lanzar un bufido. Lo que opinara mi madre era lo menos importante ahora mismo, no me interesaba si creía que el procedimiento fue el correcto o no, solo quería ir a casa. Dejar de sentir todas las miradas.
—Por supuesto —murmuré con amargura. Estuvo satisfecho con la respuesta. Antes de salir de la oficina, se disculpó por tener que dejarme sola. Recalcó que la puerta estaría muy bien vigilada, que no sería posible que alguien entrara ni saliera, hizo énfasis en lo último. Como si hubiera forma de escapar de esto.
Me quedé sola en la pálida habitación. Yo desentonaba con todo, mi uniforme estaba arrugado, sucio y húmedo. Y si miraba hacia abajo, veía los calcetines hasta las rodillas que llevaba puestos. Esta mañana fueron blancos, ahora tenían salpicaduras de un color cercano al rosado. No pude aguantar verlas, así que, en un evidente ataque de histeria, me saqué los zapatos y me retiré los calcetines. Los hice una bola y los guardé en el bolsillo de la falda. Hice que entraran a la fuerza, ya que el espacio era pequeño. Un bulto muy pronunciado se veía a un lado de mi cadera, pero era lo mejor. Llamaría menos la atención que si las llevara puestas.
Esperar era lo único que podía hacer y eso hice. Supe que la puerta se estaba abriendo por el ruido que hubo de repente. Mi corazón comenzó a latir mucho más rápido de lo que lo estaba haciendo desde que encontré el cuerpo de Sean. No solo entraría mamá y La Orden, sino que también Ian y sus padres. No sabía cómo enfrentarlos, ni qué decirles. No sabía cómo se suponía que debía actuar.
Mi pierna comenzó a temblar sin control, tal como le pasaba a David. Hasta ahora llegaba a comprenderlo. Del pasillo venía el sonido de pasos acercándose. En cuestión de segundos, la puerta se abrió. El primero en entrar fue Marcos, luego su padre. Siguió mamá y hasta el último estuvieron los Lenha, todos ellos.
—Cariño, estás temblando —comentó mamá. Se acercó hacia el lugar donde estaba sentada. Puso su mano sobre mi hombro. Sus ojos me pedían que le diga algo, pero no podía. Me estaba aguantando las ganas de llorar y me estaba costando—. ¿Por qué no le dieron ropa seca? —preguntó a todos los presentes en la habitación. Nadie podía responder, acababan de llegar.
—Estoy seguro de que hay una buena razón —intervino Marcos, quien se había colocado a lado de su padre, que estaba sentado en el mini sofá del director.
—¿Qué pasó? ¿Cómo pasó? ¡Qué alguien la haga hablar! —exigió Milly Lenha. Su rostro estaba rojo por el llanto.
—Milly, por favor —pidió mi madre.
—¡Mi hijo está muerto! —gritó. Sus palabras me derrumbaron. Las lágrimas comenzaron a caer—. Solo quiero que me diga por qué —sollozó.
—Creo que lo mejor es que salgan de la habitación, les diremos los detalles después —sugirió Marcos mientras se aproximaba hacia los Lenha. La familia no reclamó, se dirigió hacia la puerta en silencio. Antes de que salieran, hablé.
—Ian —lo llamé. No se dio vuelta, solo se detuvo. Un sollozo salió de mí—. Te juro que yo no fui. Te lo juro. —No dijo ni una sola palabra, solo continuó caminando.
La puerta se cerró y comenzó todo.
—Necesitamos que nos cuente qué pasó —dijo Marcos. Yo no lo miraba, mi atención estaba centrada en la puerta cerrada—. Sé que puede ser difícil, pero es necesario.