Intemperie | Libro 1 | Saga Estaciones

Capítulo Veintinueve

Hacia donde me llevaban no era un lugar bonito para mí

Hacia donde me llevaban no era un lugar bonito para mí. Había un olor penetrante que no podía identificar y que me comenzaba a marear. El fuerte agarre que ejercían los guardias en mis brazos era exagerado considerando que ya me habían puesto esposas, pero no lo mencioné otra vez, no quería que aprieten más.

Llevaba diez minutos despierta después de que me inyectaran algo y me dejaran fuera de combate por algún tiempo que desconocía. No fueron particularmente amables al despertarme, patearon mi cama hasta que abriera mis ojos y ni bien lo había hecho, agarraron mis brazos y me obligaron a caminar. El pánico había logrado despejar toda nubla de sueño en segundos y había peleado contra el agarre, pero solo logré que me pusieran esposas.

Giramos por un pasillo corto y se comenzó a escuchar música. El sonido era amortiguado al principio, eso hasta que nos detuvimos frente a una puerta y fue abierta. En la habitación había una silla extraña, tenía un respaldo muy alto y la tela desgastada que rodeaba los soportes de los brazos tenían un color extraño por los bordes. Pero eso no fue lo que me hizo retroceder, sino las correas que estaban atadas al final del respaldo, en el soporta brazos y en las patas delanteras de la silla.

Me empujaron hacia la puerta, pero resistí. Cuando me alzaron tomando mis brazos, ajusté mis pies a cada lado de la puerta y por más que empujaron no lograron hacerme avanzar. Uno de ellos hundió su puño en mi estómago y me dejó sin respiración. Ambos guardias me soltaron y caí en el suelo, mi cuerpo causó un sonido sordo en el pasillo y dolor que se extendió por mis pulmones rápidamente.

—¡Por Primavera, Sánchez! —gruñó uno de los hombres. Se agachó y tomó mis hombros para alzarme sobre el suelo. Lágrimas quemaban en mis ojos—. ¡Es una niña!

Respirar de nuevo fue difícil. Mi estómago tenía un dolor agudo que me hacía querer vomitar. Entonces recordé que no tenía nada en el estómago, porque no había comido en por lo menos un día. Dios, nunca me habían golpeado de esa manera, y de veras dolía. Sentí un fuerte ardor en mis muñecas puesto que las esposas se me habían hundido en la piel al caer. Seguramente me habían cortado por el peso. Muy a mi pesar, dejé que el hombre que me tenía agarrada me ayude a levantar.

—¿Estás bien, muchacha? —preguntó una vez estuve sobre mis pies. No respondí, solo cerré mis ojos para obligar a que las lágrimas desaparezcan—. Lo siento —susurró mientras me empujaba suavemente hacia la habitación. Me resistí un poco, pero terminé por entrar de todos modos.

¿Qué me iban a hacer?

El guardia me dio la vuelta para que mi espalda quedara frente a él y me quitó las esposas. Lo hizo despacio, pero aun así dolió. Llevé mis brazos al frente y como supuse mis muñecas estaban a carne viva. Hice una mueca de dolor cuando las moví.

—¿Puedes sentarte? —preguntó el hombre. Podía, pero no quería. No me moví. Al instante el otro guardia me dio la vuelta y me empujó hasta que terminé sentada. Sus oscuros ojos estaban frente a los míos. Brillaban con promesas malas.

—O le haces caso, o te obligo a hacerlo. ¿Entendido? —Escupió. Este hombre era mucho más joven que el otro que parecía mucho más amable, y por eso me sorprendió el nivel de violencia que ya empleaba. ¿Gutiérrez hacia esto también? ¿A las otras personas que eran expulsadas les hacían esto?

Tomó mi muñeca y con fuerza obligó a mi brazo a posarse en el soporte de la silla. Apretó la correa de cuero alrededor. Mi piel ardió ante el contacto del material con mi herida. Hizo lo mismo con la otra y luego continuó con mis tobillos. Estuve atada a la silla en un minuto.

Ambos sujetos se colocaron a ambos lados de la puerta y simplemente esperaron. Mientras el uno evitaba mirarme, el otro lo hacía con descaro. Tenía conocimiento de que a muchos no les agradaba por diferentes razones, pero atribuía a mi mala suerte el que me encontrara con uno aquí mismo y cuando era considerada menos que una intemperie. Me relajé lo mejor que pude en mi asiento y comprobé lo que tenía alrededor. No era mucho, un par de estantes y cajones, un aparato que no sabía para qué servía y un banquillo de plástico en una esquina.

—¿Puedo hacer una pregunta? —Las palabras salieron de mí, pero mi voz sonó diferente. Más débil y ronca. Ninguno de los dos respondió, aunque me gané una mirada de desprecio del boxeador. ¿Cómo le había llamado el amable? Sánchez, eso había dicho. Boxeador le quedaba mejor. Pese a la falta de respuesta, pregunté—. ¿Qué me van a hacer aquí?

Nada de nuevo, solo una mueca del amable. Eso no me tranquilizó.

De acuerdo. Traté de sobrellevar lo mejor que pude al pánico que crecía a cada minuto. Me tranquilicé repitiendo una y otra vez que no moriría este día, porque mamá tenía el derecho de verme por última vez, yo también lo tenía. Pensar en esa última vez amenazaba con hacerme llorar.

Una mujer regordeta entró por la puerta y pidió a los hombres salir.

—Ella es agresiva. —Explicó boxeador sin querer dejar la habitación—. Necesitará nuestra ayuda.




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