Emma.
Toda mi vida había creído que eso de «salvada por la campana» no aplicaría jamás en mi dirección. En mi adolescencia, cuando quería escapar de los regaños de mi padre y de los gritos histéricos de mi madre, nunca tuve una vía de salida. Siempre fui Emma, la chica Brown regañada.
Mis hermanos si habían tenido una buena tanda de suerte en ese aspecto y por alguna razón, siempre lograban salir por la tangente sin ningún problema, pero en mi caso nunca había sido tan afortunada. Por lo general, era demasiado tarde para correr o tenía tanta mala suerte y era encontrada debajo del escritorio de mi habitación.
Pero ahora, bajo la mirada decidida e intensa de Nicholas Stevens, quién por alguna razón me hacía sentir tan pequeña bajo su escrutinio, di gracias a Dios cuando el timbre sonó.
Jodidamente gracias.
El respingo que di y el jadeo de sorpresa tuvo que ser algún indicio para él de lo nerviosa que me encontraba. Por unos minutos permaneció allí frente a mí, impasible y serio, sin rastro alguno de emoción, hasta que el sonido fue tan insistente que dando un suspiro por lo bajo sacudió su cabeza.
—Tu habitación es la de al lado, instálate.
¿Cómo dijo?
Sin mediar alguna otra palabra en mi dirección salió por la misma puerta por la que hace minutos había entrado, asustándome. El aire que estaba segura que había comenzado a contener desde entonces, salió en una bocanada de mi cuerpo completamente tenso.
Sacudiendo mi cabeza recobré la compostura y salí de la habitación de la pequeña Alaia rumbo a donde mi nuevo jefe me había indicado. La habitación era amplia, casi tan grande como mi habitación en casa de mi padre. Bueno, mi antiguo cuarto. No es como si ahora ese término lo pudiese emplear. El hombre había sido demasiado claro con las palabras lanzadas en mi dirección.
—No volverás a pisar esta casa, Emma.
Y eso fue lanzado días después de que me sacara del departamento cuando fui en busca de mis cosas en balde.
—¡Estuve por horas tocando, Nicholas!
Una voz aguda de mujer llegó desde afuera, haciéndome encoger. Por la puerta, incliné la cabeza para observar, pero la gran silueta de Nicholas la ocultaba por completo. ¿Desde cuándo me había vuelto una chismosa?
—Deja de gritar, Verónica. Alaia está dormida.
Escondí mi cuerpo cuando vi el movimiento de la mujer intentando pasar. No obstante, los brazos del señor Stevens se lo impidieron haciendo que soltara una risita por lo bajo mientras maldecía.
¿Su novia tal vez?
Miré alrededor, deteniéndome en el closet de la esquina. Era demasiado grande para las cosas que traía conmigo. Tendría que ir al departamento de Elena por el resto de ellas y pedirle que aprovechara uno de los viajes de papá para que se metiera en la mansión a sacar el resto de ellas. Ni en sueños iba a dejar mis libros en su casa para que terminaran en la basura junto con el resto de mi ropa.
Suspiré frustrada cuando recordé que mis cosas estaban fuera y que tendría que pasar en medio de las personas fuera para poder tomar mi maleta de vuelta. Esperaba no salir despedida en el proceso, el hombre ciertamente me aterraba.
Tomando un poco de valor salí de mi nuevo espacio y caminé por el pasillo, mis tenis sin hacer sonido alguno mientras me acercaba a la pareja en la sala.
—No entiendo porque no se mudan y ya, no es como si Erick no se pudiera permitir comprar una jodida casa. —La voz de Nicholas sonaba aburrida, como si el tema se lo hubiesen dicho una y otra vez y su respuesta hubiese sido siempre la misma—. Tendrían espacio más que suficiente para Anne, Henry y todos los animales que sabemos accederá a comprarle a Jake. —Su tono reflejaba burla mientras se encogía de hombros.
—Lo sé, pero no es como si...
Tragué en seco cuando los ojos marrones de la mujer se detuvieron en mi cerrando su boca de golpe. Curiosidad y amabilidad brilló en ellos y por un momento me relajé.
—Hola.
La calidez de su sonrisa me hizo sonreírle de vuelta.
—Buenas tardes. —Fijé mis ojos en las tormentosas esmeraldas que ahora me observaban con duda y me detuve—. Disculpen vine por mis cosas.
Lucía molesto y yo era demasiado tímida como para seguir aquí.
—Lamento interrumpir, señor Stevens. Ya me iba.
La castaña comenzó a reír mirando entre Nicholas y yo.
—Demonios, Nick.
Lo apartó, pasándolo.
—Las has espantado a todas ¿y piensas hacer los mismo con esta chica? —Su voz en vez de sonar graciosa sonaba molesta y estaba segura de que saldría despedida una vez ella se fuera—. Soy Verónica.
Extendió su mano en mi dirección.
—Emma, la nueva niñera de la bebé —dije en un susurro queriendo salir rápidamente de aquí.
—Un gusto, señora —continué.
La chica miró a Nick horrorizada y temí haber dicho algo mal.
—¿Señora? Cariño, tengo la misma edad que tú o eso parece. Llámame Verónica, porque no te voy a tratar de usted así que lo mejor es que te vayas haciendo a la idea.
Sus ojos parpadearon en dirección a Nicholas.
—No la espantes, me cae bien.
Escuché el suspiro del hombre, pero no me atreví a poner mis ojos en él.
—Vete al Diablo, Verónica. —Sonó frustrado mientras pasaba su mano por su cabello castaño.—. ¿Te vas a quedar?
Vi la esperanza parpadear en sus ojos y de paso la amabilidad. Así que era un completo amargado solo conmigo, genial. Justo lo que necesitaba.
Asintió, mirándome por encima del hombro sin dejar ir la sonrisa.
—Yo le diré a mi nueva amiga lo que debe saber sobre Alaia y sobre ti. —Su brazo se enganchó alrededor del mío mientras tiraba de mí como si nos conociéramos de toda la vida—. Tú puedes ir a entrenar tranquilo, sé que los chicos te extrañan también.
Mantuve mi cabeza baja evitando cualquier interacción alrededor, mientras me concentraba en los nudos de mis tenis. Luego de unos minutos en silencio pasos se fueron desvaneciendo y la puerta se abrió y cerró inmediatamente.
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Editado: 02.04.2024