Nicholas.
Ser cuidadoso no era algo que me caracterizaba hace un tiempo. Era brusco, hacía las cosas a mi manera y nunca pensaba en como mis acciones podrían perjudicar la paz de los demás. Pensaba en mí, en mí, y luego en mí.
Hasta que Alaia entró a mi vida.
—Por favor no te despiertes —susurré a escasos centímetros del rostro de la niña en mi cama.
A tientas, manteniendo el más sumo cuidado, conseguí desenvolver sus dedos del mío y vi como al igual que siempre, llevaba su pulgar a su boca, acomodándose de lado sobre la cama. Sus pies empujaron las almohadas que la rodeaban, ya ni me molestaba en volverlas a colocar porque si la dejaba sola, de alguna manera las encontraba en el suelo y a ella en la misma posición en la que la dejaba.
¿Cómo hacía? No tenía idea.
La primera vez que la vi, el corazón me dio un vuelco. Estaba en los brazos de un hombre al que no conocía, pero que la observaba de la misma manera en que yo la debería estar observando.
O eso pensé.
Lo supe nada más verla. Esos ojos verdes que veía al mirarme al espejo me dieron la bienvenida al fijarme en ella. Solo que los suyos brillaban llenos de inocencia. Eran hermosos, y me perdí tanto en ellos que simplemente lo supe.
No esperaba todo lo que vino con enterarme que tenía una hija. No estaba en mis planes quedarme siendo padre soltero, que mi hija quedara huérfana de madre y que mi vida diera un giro de ciento ochenta grados.
Pero lo hizo.
Y cada día que pasaba junto a ella me hacía darme cuenta que no tenía vida antes de Alaia, que solo existía a medias dejándome llevar por la rutina en que se había convertido mi vida.
No me importó ni por un segundo dejarlo todo para estar con ella, puede que incluso lo anhelara un poco, especialmente estar en el campo con la misma frecuencia que antes, pero no me importaba. Yo solo quería ser el mejor padre para ella porque no tenía la culpa de los errores que un día cometí.
Ella se merecía lo mejor.
Y eso iba a darle.
La sonrisa no se me había desaparecido desde ayer. Apenas si había salido de mi habitación, ni siquiera permití que Emma le diera de comer a Alaia. Ayer fue mi día con ella a pesar de que debía estar en el entrenamiento.
Pero ella dijo «papá».
Lo dijo.
Fuerte y claro.
Y mi jodido mundo quedó en sus manos.
Con ella a mi lado, seguí pasando los canales en el televisor. La repetición del juego de hace unos días la ignoré y continué buscando algo que ver en vano. En su lugar, al no encontrar nada, tomé mi celular.
Google nunca había sido mi amigo, por lo general me mantenía apartado de todo los chismes y buscadores, pero mis dedos fácilmente encontraron la barra de búsqueda y solo dos palabras me hicieron sentir como un maldito acosador.
Emma Brown.
Había muchas entradas, así que alargué mi búsqueda.
Emma Brown hija de Miles Brown.
Esta vez si que dio resultados. No había mucho más allá de lo que vi en su expediente. Y vaya que lo había revisado más de una vez, puede que incluso diez. La niñera de mi hija se había colado en mi cabeza desde el día uno y no había encontrado la manera de sacarla de allí.
Y necesitaba hacerlo porque yo no podía estar googleando a la niñera de mi hija.
Dejando a Alaia en la cama, salí de la habitación. Emma estaba en la cocina, pero ni siquiera me miró. Me merecía su odio a decir verdad. Yo había sido un completo imbécil con ella cuando realmente solo estaba siendo amable. No se veía como el tipo de mujer que hacía comida para conseguir algo a cambio y yo la hice ver como una interesada.
—Dejé algo de comer para Alaia —me avisó desde su lugar tras la barra—. Volveré a eso de las siete así que puedo dormirla.
—Es tu día libre.
¿Desde cuando comencé a tutearla?
—Lo sé.
Vacilante, con los ojos clavados en el vaso de agua frente a ella, soltó un quejido cuando el teléfono junto al vaso de cristal sonó.
Un mensaje y su gesto cambió.
Dándome un leve asentimiento, se marchó. Casi pareció como si su vida dependiera del salir de mi casa lo más rápido que pudo.
Tal vez debí detenerla, hablarle y pedirle una disculpa por mi comportamiento. Eso era lo que cualquiera en mi lugar habría hecho. Sin embargo, como el estúpido que era, me quedé junto al otro extremo de la barra viendo la puerta cerrarse.
No iba a negar que quería ir tras ella, ver con quién se iba a encontrar. La duda me estaba carcomiendo desde que la escuché hablar por teléfono hace unos días.
¿Tendría novio?
No era de mi incumbencia, pero una parte de mí realmente quería saber. También me preguntaba que hacía la princesa de Miles Brown trabajando para mí como la niñera de mi hija, pero eso era algo que tampoco era de mi incumbencia.
No entendía bien las sensaciones y emociones pasando por mí cuerpo cuando de ella se trataba. Y no me atrevía a averiguarlo tampoco. Desde que vi a la pequeña mujer en el cuarto de mi hija luciendo perdida y vacía supe que la sensación de incertidumbre y curiosidad que palpitaba en mi pecho no era buena señal.
Esa emoción mezclada con miedo que me recorría al tenerla cerca era todo menos una buena señal.
Estuve a punto de despedirla para alejarla de mí en ese instante y ni siquiera la había contratado aún. Luego Shay habló de lo maravillosa que era, de lo mucho que necesitaba el trabajo y yo simplemente lo perdí. La palabra «sí» salió de mi boca como la de aquel niño al que le preguntaron si quería un dulce tras una semana sin comer azúcar.
Su cabello castaño, sus grandes labios carnosos y sus ojos...sus jodidos ojos marrones me atraían. Solo que no eran marrones sino grises. Y una vez los vi, desnudos sin esos lentes de contacto, me jodieron aún más.
Mi cuerpo reaccionó a ella como no lo había hecho en un tiempo. Quise tocarla, mis manos ansiaban eso. Puse escenarios en mi cabeza en donde la timidez e inocencia que desbordaba eran el centro de mi atención. Dos minutos fueron suficientes para imaginarla extasiada de placer mientras gemía mi nombre.
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Editado: 02.04.2024