Al despertar sintiendo dolor en el abdomen, abrí los ojos y vi las luces de la enfermería. Aún no recordaba qué me había pasado, pero el dolor se hacía cada vez más intenso. Al querer incorporarme en la camilla, mis costillas se sentían frágiles; no podía cambiar de posición. De repente escuché las voces de Dafne y Esteban; se acercaron a mí y Dafne me preguntó:
—¿Verónica, te encuentras bien? ¿Te sientes mejor ahora? —dijo, tomando mi temperatura.
—Estoy un poco mejor —respondí, tomando su mano.
—Verónica, me tenías muy preocupada. ¿Cómo te encuentras? —preguntó Esteban, tomando mi mano izquierda.
—Estoy bien, Esteban; no hay nada de qué preocuparse —respondí, alejando mi mano de la de Esteban.
Intenté levantarme, pero la enfermera se acercó y me dijo:
—Verónica, todavía no estás bien; necesitas curarte pronto. —Respondió la enfermera—. Necesito cambiar tu bolsa de medicamento. —Dijo la enfermera, tomando mi brazo.
Cuando la enfermera introdujo la jeringa de 1 ml, saqué de repente el brazo y evité que me pinchara.
—¿Qué haces, Verónica? Te voy a dar el medicamento para que te mejores —respondió la enfermera.
—¡No! —grité, alterada—. No me voy a dejar inyectar. No creo que usted me vaya a inyectar medicamento con ese tipo de jeringa a menos que sea insulina. ¿Acaso cree que no sé sobre esto? Mi abuela fue enfermera; no me miente. —Intenté quitarme el catéter.
—Verónica, necesitas la insulina por tu bien de salud —insistió la enfermera.
—No la quiero; ni siquiera la necesito. —Respondí, alterada—. Usted sabe muy bien que no soy diabética, así que déjeme en paz.
—Verónica, escúchame —dijo la enfermera, agarrándome de los hombros—. Tal vez por el incidente no recuerdas nada; puede que ni siquiera sepas que tienes problemas con el azúcar. Déjate inyectar, no pasará nada.
—Enfermera, sé muy bien lo que sucedió. Ya lo recuerdo todo, y no me engañe: la pueden arrestar por esto. —Me puse en pie—. Sabe que esto me podría matar.
Cuando intenté ponerme los zapatos, Dafne se sentó a mi lado y me dijo:
—¿Estás segura de que estás bien? —preguntó, acariciándome el cabello.
—Estoy bien, Dafne. No recibiré esa medicina; no soy diabética ni tengo problemas con el azúcar. Además, esto no tiene nada que ver con mi herida. —Me levanté del asiento.
Al salir de la enfermería, los recuerdos volvieron poco a poco. Recordé que el profesor de matemáticas había quedado en mandarme un mensaje de texto. Busqué en mis bolsillos, pero no encontré el teléfono. Me devolví y le pregunté a Dafne:
—¿Has visto mi teléfono?
—Está ahí, en la mesa —respondió Dafne, señalando la mesita de noche.
Tomé mi teléfono y salí de la enfermería. Caminé por los pasillos buscando a Michael, pero no lo encontraba; intenté llamarlo, pero no contestó. Al subir las escaleras vi un papel: era otra carta. Me agaché, la tomé y la abrí. Al leerla decía:
«¿Por qué tardas tanto en descubrir quién mató a tus padres? Te daré cuatro horas de vida para que lo descubras y lo arrestes».
Guardé la carta en el bolsillo; supe que el tiempo corría. Corrí a mi habitación, cerré la puerta y me senté en la silla del escritorio para revisar todas las pruebas que el asesino anónimo me había dejado en sus cartas: la perla blanca, la botella con veneno y mechones de cabello de varias personas que había encontrado en la carta de la maestra. Busqué dónde había guardado esas pistas y las encontré. Esperé los mensajes del profesor, pero no llegaron; me preocupé y no supe qué hacer sin esa información.
Al mirar por la ventana, recordé que había encontrado una foto de mi padre en la oficina de la maestra. Todo empezaba a encajar. Me levanté de la silla y corrí al despacho del profesor. Al entrar, lo vi ahorcado, colgando del techo de la oficina. Me asusté; supe que no se había suicidado: todo había sido planeado.
Busqué su teléfono sobre el escritorio, pero no lo encontré. De pronto escuché que sonaba el teléfono del profesor; vi que provenía de su bolsillo. Bajé su cadáver y tomé el aparato. Al contestar, una voz anónima dijo:
—¿Perdiste las esperanzas? ¿Qué harás ahora? —y colgó.
Miré el reloj: solo quedaban tres horas para resolverlo. Observé la boca del profesor y me pregunté si había comido antes de morir, pero no había platos en el escritorio. Tomé una silla y corté la cuerda; al caer su cuerpo al suelo, le abrí la boca y encontré una memoria USB. Tuve suerte: no se la había tragado. La tomé con cuidado, a pesar de lo desagradable, y la guardé en el bolsillo.
Corrí a mi habitación, cerré la puerta, encendí la laptop e introduje la memoria. Al abrir el documento, descubrí que era el diario de mi padre. Al leerlo quedé impactada: muchas sospechas se confirmaban. Todo cobró sentido; entendí las pistas que el anónimo me había enviado. Tomé la memoria y las demás evidencias, pero no se las mostré al detective Oliver. En su lugar, me dirigí a un fiscal que conocía el caso de mis padres: ya tenía un plan para llegar al asesino.