Me senté a escribir mi cuarto capítulo junto al mediodía, reflejado en la ventana. Miré la resplandeciente luz del sol que iluminaba las paredes de la habitación y pensé en quién pudo haberme traicionado y cómo me delató en mis planes. Me levanté de la silla y corrí por el pasillo directo a la habitación de Michael. Toqué su puerta hasta que escuché sus pasos; al abrirla, le dije:
—¿Qué hiciste y dónde estuviste el día que hubo el incidente dentro del internado? —dije, acercándome a él.
—Estuve todo el tiempo en mi habitación —respondió Michael.
—Está bien —dije—. —Me retiré, pero aún me seguía preguntando quién pudo haber sido.
Cuando caminaba por los pasillos me encontré con Esteban. Intenté evitarlo, pero él se acercó y me dijo:
—¿Por qué ahora eres diferente conmigo? —dijo Esteban con tono de preocupación.
—No es nada —respondí; quise evitarlo, pero me detuvo.
—Te felicito por tu esfuerzo. Lo hiciste bien; ahora todos sabemos que la maestra Thalía es una asesina —respondió Esteban.
—Gracias —respondí y me retiré.
Cuando llegué a mi habitación, Dafne estaba acostada en su cama y yo me acosté en la mía. Leí un libro y, de repente, caí profundamente dormida. Cuando me levanté eran las 4:00 p.m. Me incorporé del lecho, fui al baño, tomé una ducha fresca y procedí a vestirme. Alisté mis libros, cerré la puerta de mi habitación y caminé por el pasillo tranquilamente. Tomé el ascensor y subí al quinto piso. Entré en la biblioteca y busqué el pasillo número seis, en el que estudio. Me senté en una silla y leí libros de historia, química y economía. De repente, cuando rodé la silla, me encontré con una carta debajo de la silla donde estaba sentada. La tomé por curiosidad y la abrí; decía: «Supiste la verdad, pero aún no sabes el culpable. Morirás, Verónica».
Cuando la leí no comprendía qué había hecho mal ni en qué me equivoqué. Algo sentía que andaba muy mal, pero algo extraño me decía que el asesino anónimo no era la maestra Thalía: era otra persona. La maestra Thalía escapó y no está en la institución para mandarme estos mensajes anónimos. Salí de la biblioteca y corrí por el pasillo; accidentalmente me tropecé con Esteban y la carta se salió de mi bolsillo. Él se agachó y me ayudó a levantarme. Al ver la carta, la tomó y la leyó porque estaba abierta. Me enojé, se la arrebaté de las manos y me sacudí las rodillas por la caída. Él se acercó y me dijo:
—Perdón, si es algo que no debí leer —respondió Esteban.
—No sucede nada —contesté y me retiré. Pero, de repente, Esteban tomó mi brazo y añadió:
—Por favor, sé cautelosa; al parecer hay otro asesino —dijo, soltándome del brazo—. Espero que no te metas en la boca del lobo; no quiero verte sufrir después —dijo y se retiró.
Algo en mí sentía que Esteban sabía cosas extrañas que yo desconocía, y eso me preocupó aún más. Intenté tomar el ascensor, pero estaba ocupado, así que esperé cuatro minutos hasta que entré. Cuando intenté bajar al segundo piso, las luces se apagaron. No lo tomé como algo importante hasta que el ascensor quedó varado. Me preocupé y pedí ayuda urgentemente, pero no llegaba nadie. Me senté en el suelo de la cabina a esperar; no llegaban. Miré la hora: eran las 7:00 p.m. Me asusté mucho porque llevaba tres horas encerrada. Las horas pasaban rápido, como corrientes de viento penetrante. Este momento me hizo recordar el frío y terrorífico recuerdo marcado de mi infancia; desde ese hecho le he temido a la completa soledad.
Cuando desperté vi el reflejo de la luz entre las puertas, que proyectaba los rayos desde el espejo de la cabina. Miré la hora: eran las 5:00 a.m. Grité lo más que pude, pero nadie respondió. Entre las dos puertas, alguien metió una carta. La tomé y la leí; decía: «¿Nadie te ayuda? Qué lástima por ti. Te ayudaré a salir, pero con una condición: libera a Haydy». Cuando leí la carta no sabía qué pretendía hacer el asesino anónimo. Le dije que no tenía un bolígrafo para escribir y aceptar su solicitud. De repente, el asesino golpeó la puerta del ascensor y usó un hacha para abrir las puertas. Mi corazón latía fuerte y sudé, con escalofríos que recorrían mis venas. Creí que iba a asesinarme; pensé que había llegado la hora de mi muerte.
Hasta que abrió las puertas. Fue la primera vez que vi al asesino anónimo frente a mí: estaba encapuchado, con máscara negra. Él me dio un bolígrafo y me obligó a que firmara la carta. No tuve más alternativas que firmarla y entregársela. Cuando se retiró, tenía miedo de salir del ascensor; no sabía qué tramaba. Hasta que llegó Michael. Se acercó a mí y preguntó:
—¿Qué haces aquí? —preguntó Michael.
—Solo me quedé toda la noche encerrada en el ascensor —dije y me levanté del suelo.
Michael no dudó en abrazarme y ayudarme. Le dije la verdad: probablemente me había equivocado en el caso y descubrí que había más culpables, no solo de la muerte de mis padres, sino del infierno que vivimos los estudiantes.