Internado

Llegadas corazón roto

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Bajo la lluvia escuchaba Cradles, de Sub Urban, mientras miraba desde lo más alto de la azotea. Todos comían el almuerzo unidos; yo, sola. No cabe duda de que la soledad oprime de otra manera cuando la sientes en el pecho. La lluvia me hizo recordar momentos: los tristes, los felices, los complicados. Aun así, me preguntaba qué pasaría con la carta que firmé al asesino anónimo. No sabía qué iba a ocurrir, pero mi instinto me decía que algo malo se acercaba.

Sentada en la banca, alguien se acercó por detrás y me tocó el hombro. Al voltear, vi a Esteban. Se sentó a mi lado y dijo:

—¿Qué sucede, Verónica? ¿Por qué te noto tan solitaria? —acarició mi cabello.

—No es nada importante —respondí—. Solo extraño a mi hermano Byron. Toda mi infancia he vivido con mi abuela Renata: sin amigos, sin primos, sin hermanos… nadie más.

—Lo entiendo —contestó Esteban—. Yo también me he sentido así: mis padres siempre han preferido a mi hermano y a mi hermana, Rosen.

De pronto sonó la alarma; parecía que darían un aviso. Seguramente se trataba del cambio de maestra. Esteban me dio la mano y me ayudó a levantar. Caminamos por el pasillo: todos estaban reunidos. El director anunció que había encontrado un reemplazo para la maestra Thalía. Nos preguntábamos quién sería el nuevo profesor.

Entonces apareció él: un hombre con aspecto afable se asomó a la barandilla de las escaleras y dijo:

—Buenas tardes. Soy su nuevo maestro y director de grupo; me llamo Abraham Johnson. Espero llevarme bien con ustedes desde el primer día. También quiero darles una sorpresa.

La sorpresa nos dejó en silencio. No es normal que un maestro prepare algo así. Abrieron las puertas principales y todos se movieron: era Haydy. Nos mirábamos entre nosotros, sin entender; el maestro se acercó y dijo mirando directamente:

—Desde ahora, Haydy será su compañera y líder de los estudiantes de mi grupo. Ella representará a todos ustedes; espero que la respeten.

Sentí un nudo en la garganta. No podía creer lo que escuchaba. Cuando Haydy entró a la sala, me miró fijamente; la imagen me devolvió la pesadez de la carta que firmé para salir de aquel encierro. ¿Cómo era posible que le dieran libertad sin que un juez la viera? Aun sin explicaciones, su liberación anunciaba que algo terrible podría venir hacia mí.

Cuando la multitud se disolvió, fui a buscar a Michael, pero su habitación estaba vacía. Necesitaba contarle lo que ocurría; él no había ido a la reunión. Desde la ventana del pasillo lo vi: practicaba baloncesto en el patio. Corrí las escaleras hasta llegar al campo, pero antes de alcanzarlo mi pecho se quebró al verlo; Haydy lo abrazaba. Un frío hueco se abrió dentro de mí. Sin decir nada, di media vuelta y subí corriendo a mi habitación.

Me encerré. La música sonaba fuerte para adormecer la contradicción del estómago. Aproveché para hacer una videollamada con Byron. Al contestar, su voz apareció cálida al otro lado:

—Hola, Verónica. ¿Cómo te va con las clases? ¿Hiciste nuevos amigos?

—Sí —sonreí débil—. Me va bien. Hice amigos que son buenos conmigo.

—Entonces, ¿qué pasa? Dime, necesito saber algo importante.

—Me siento mal —confesé—. Tal vez me enamoré de alguien que no me corresponde.

Byron suspiró con paciencia fraterna y dio el consejo de siempre: hacerse la difícil, ser ruda, no mostrar necesidad. Le prometí intentarlo. Se despidió con un “cuídate” y colgó.

Abrí el refrigerador y saqué un pedazo de la pizza de Dafne; sabía que ella me perdonaría. Encendí la computadora; no había nada que me llamara la atención. Entonces tocaron la puerta. Pensé que sería Dafne. Al abrir, vi más bien varias sombras: chicos con máscaras que ocultaban sus rostros. El pánico me paralizó. Intenté cerrar la puerta, pero en la confusión corrí al baño para esconderme. Allí, alguien me golpeó en la cabeza; el mundo se inundó de ruido y oscuridad. Antes de perder la consciencia, distinguí unos zapatos rojos.

Desperté atada. La soga que ceñía mis muñecas me recordó la cuerda con la que se había suicidado el maestro Eduardo. Estaba en la orilla de un lago —el aire olía a humedad y a algas—. Intenté desatar mis manos, pero las cuerdas no cedían. El miedo me sacudía.

Vi a Haydy acercarse. El odio que había guardado crecía ahora como una llama: siempre me había hecho bullying desde pequeña; ahora aquello tenía un sabor de venganza y de amenaza. Se agachó frente a mí y dijo con frialdad:

—Adiós, Verónica. Este será tu final triste.

Y me empujó.

Caí; el agua me envolvió con la misma prisa con la que la oscuridad vino a buscarme. Las manos atadas, el peso del cuerpo, el terror de no poder respirar. Intenté abrir la boca, pero el lago reclamó mi aliento. Todo se volvió frío y pendiente: la luz se desvanecía, y mi conciencia empezó a flaquear hasta que, finalmente, me desmayé.



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En el texto hay: homicidios, venganza, traición de amigos

Editado: 18.09.2025

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