Bajo los rayos dorados del resplandor del sol reposaba del agobio y la decepción que flotaban como un nuevo sentimiento sobre mí. Aún no olvidaba el comentario de Quiang; mi hermano nunca me comentó nada. Tomé mi teléfono y decidí llamar a Byron. Cuando contestó mi llamada, sentía nervios y un nudo en la garganta al querer expresarle mi disgusto hacia él.
—Verónica, ¿estás ahí? —dijo Byron.
—Mm… Sí, Byron. Necesito hablar algo contigo —respondí, aunque mi tono no era del todo firme.
—Dime, hermana. ¿Sucede algo malo? —preguntó Byron.
—¿Por qué aceptaste sobornos? ¿Acaso trabajas con criminales? —pregunté. Byron tardaba en darme una respuesta.
—Verónica, soy abogado… ¿cómo crees que voy a aceptar sobornos? Me sé todas las leyes. Es algo ilegal, ¿cómo puedes creerte eso? —respondió con tono seguro.
—Está bien, lo siento… solo me dejé llevar por los impulsos. Muchos publican esos comentarios o suposiciones sobre ti. Creo que me dejé llevar demasiado por Quiang. Lo siento —dije.
—¿Quiang? —murmuró Byron.
—¿Acaso conoces a Quiang? —pregunté.
—Ah… no, Verónica. ¿Cómo voy a conocer a tus compañeros? —respondió con un tono nervioso.
—Es cierto… Hermano, ¿cuánto te pagó tu cliente, el acusado? —pregunté con curiosidad.
—1.000.000 de dólares. Aunque se sintió muy agradecido conmigo y me regaló veinte toneladas de oro. No pensaba que, desde ese juicio, nos volveríamos amigos —dijo Byron.
—¿Sabes que es un criminal, verdad? —dije.
—Ay, por Dios, Verónica. Ya probé su inocencia. Ya no lo llames criminal —respondió Byron.
—Aunque te fue muy bien en ese juicio, ni siquiera me comentaste que te iba bien en tu carrera. Todo me lo ocultaste. De igual forma, sigo enojada contigo por esto —respondí.
—Mm… Está bien, Verónica. Tengo que colgar, necesito leer unos portafolios —dijo Byron.
Cuando colgó la llamada, no dudé en reposar bajo las ramas de un árbol de mangos que había sembrado la maestra Thalía. Desde lo lejos veía a Michael caminar con Haydy. Estaban juntos, tomados de la mano. Aunque sabía que todo era una relación falsa, me sentía celosa. No quería seguir viéndolos caminar juntos.
Cuando fui a la sala de natación, me cambié la ropa y me puse algo ligero, porque mi traje de baño estaba sucio. Me senté en la orilla de la piscina y metí los pies para probar la temperatura del agua; estaba helada. Así que me quedé sentada allí, zambullendo mis pies en las aguas tranquilas y frescas de la piscina.
Mientras estaba sentada, veía las enormes ventanas de la sala de natación. A través del reflejo empañado del vidrio observaba el ambiente nublado y frío, y la nieve empezar a caer sobre las plantas del patio. Desde lo lejos veía a Esteban pintar un cuadro junto a un árbol de cerezo, lo que me hizo recordar aquel lindo momento. Verlo feliz pintando en su lienzo me hizo sonreír, aunque no alcanzaba a ver qué pintaba desde esa distancia.
Me entretenía mirándolo cuando, de repente, alguien me empujó al agua. Intentaba ahogarme. No podía pedir ayuda; la presión en mi pecho aumentaba con la profundidad. Golpeé mi cabeza contra las paredes profundas de la piscina. Intenté sacar las manos del agua, pero las del asesino estaban sobre mi cabeza. No sabía qué hacer en ese momento desagradable e inesperado.
Agarré los brazos del agresor e intenté jalarlo conmigo hacia lo más profundo de aquella agua turbulenta que me hacía sentir más pesada. Cuando el asesino cayó al agua, Tomó una soga negra y la pasó alrededor de mi cuello. La presión me hizo perder el aliento poco a poco, como si el mundo se estrechara a mi alrededor. El aire se volvía un lujo que mis pulmones ya no podían alcanzar. Me debatía con desesperación, buscando liberarme, pero mis manos parecían no tener la fuerza suficiente para romper su control.
Bajo el agua, sus movimientos eran fríos y calculados. Alcancé a ver el destello metálico de algo en su mano. Mi instinto gritó que debía escapar, pero la soga me sujetaba como una sombra implacable. Sentí un dolor punzante en la pierna y el agua a mi alrededor comenzó a teñirse lentamente, como si el tiempo se ralentizara.
Mi cuerpo ya no respondía. La falta de oxígeno nublaba mi vista y sus manos, firmes como barrotes, me impedían respirar. Extendí mi brazo izquierdo, aferrándome a la esperanza de que alguien —quien fuera— notara mi lucha. En ese instante, la idea de que ese sería mi final me envolvió como un eco silencioso.
De repente, Michael me ayudó a salir del agua. Le pregunté si había visto al asesino, pero me dijo que no había visto a nadie; solo encontró huellas mojadas en el suelo de la sala. Michael me ayudó a desatar la soga de mi cuello y dijo:
—¿Qué sucedió, Verónica? ¿Sabes quién te hizo esto? —preguntó preocupado al ver mi herida sangrante.
—No sé, Michael. Alguien intentó ahogarme… pero no sé quién fue. No pude ver nada —respondí mientras intentaba tomar aire, sin poder moverme del dolor repugnante que sentía en todo el cuerpo.
No quise darle muchas respuestas a Michael porque estaba agobiada. Él decidió levantarme en sus brazos y llevarme a la enfermería para que me atendieran la herida en mi pierna, que poco a poco seguía sangrando.
Cuando estaba acostada en la camilla, la enfermera me atendía mientras vendaba mi pierna. Le dije que quería ir al baño. Michael me ayudó a caminar y no me dejó apoyar la pierna herida. En el pasillo, vi a Haydy con una cámara en las manos. No sabía qué hacía tomando fotos desde el balcón.