COLETTE.
El aire cambió cuando llegamos al final del túnel. Ya no olía a humedad ni a encierro, sino a tierra seca, incienso quemado y metal oxidado. Frente a nosotros se alzaba un edificio derruido, cubierto de hiedra marchita, con paredes quebradas que se sostenían como si desafiara a la gravedad por pura terquedad.
No sabría decir si fue el silencio o la música lo que me puso la piel de gallina. Porque sí, música. Salía de unos altavoces oxidados colgados de postes doblados. Sonaba como una marcha movida con una melodía de feria, perturbadora y casi hipnótica. Los graves retumbaban en el pecho como si fueran latidos ajenos.
—No me gusta esto —dije en voz baja—.
Anthony, justo a mi lado, sonrió. Esa sonrisa suya, medio arrogante y medio divertida, como si todo le resultara un juego interesante. Se cruzó de brazos y miró hacia el edificio.
—Bienvenida a la ópera de los cristales o mejor conocida como el cementerio de liria ¿Desde cuándo te asustan los cementerios con música?
—Desde que tienen público —le respondí, señalando a las personas que estaban paradas afuera, en silencio—.
No se movían. Solo observaban. Algunos tenían los ojos cerrados, otros sostenían velas encendidas con una quietud inquietante y algunos movían su cuerpo al compás de la música movida, Pero la mayoría de la multitud estaba adentro. Se escuchaban murmullos, voces, un murmullo denso, como si muchas oraciones fueran susurradas al mismo tiempo en distintos idiomas.
Mis ojos se desviaron hacia una sección del suelo. Había lápidas, cubiertas de polvo y fragmentos de vidrio roto. Algunas estaban partidas por la mitad, pero otras eran claramente visibles. Leí uno de los nombres y tragué saliva.
—¿Colette? —la voz de Anthony fue suave, casi un susurro—Estás pálida.
—Ese nombre... —señalé la lápida—Era el de una de las guardianas. Murió hace años.
Anthony me miró en silencio por unos segundos. Luego se acercó un poco más, invadiendo mi espacio sin pedir permiso, como siempre.
—¿Sabes? —dijo con tono burlón—Esta es la parte en la que alguien debería besarte para que dejes de pensar en cosas trágicas.
—¿Y quién dijo que quiero dejar de pensar en cosas trágicas? —le respondí, dándole un empujón suave en el pecho con una sonrisa torcida—.
Él se rió, y por un instante, el sonido fue más real que la música distorsionada o los susurros. Me hizo sentir... viva. Inquieta, sí, pero viva.
—Bueno —dijo, estirando una mano hacia mí, como si me invitara a bailar entre ruinas—¿vienes o prefieres quedarte aquí con los muertos?
Tomé su mano. No porque confiara en él. No del todo. Pero a veces, cuando todo es un desastre, prefiero estar al lado de alguien que sonríe como si nada pudiera tocarlo.
Y porque una parte de mí quería ver qué más se escondía entre esas sombras.
El interior del edificio era más amplio de lo que parecía desde fuera. Techo alto, columnas fracturadas cubiertas de espejos rotos, y luces de colores que parpadeaban como si el lugar respirara. El suelo crujía bajo mis tacones de aguja, pero nadie parecía notarlo. La música estaba más fuerte, más invasiva. Se sentía como si se metiera bajo la piel.
Anthony me guió entre la multitud, que nos abría paso como si ya supieran quiénes éramos. No sabría decir si era por respeto, miedo o simple programación. Todos parecían estar atrapados en un trance suave, oscilando al ritmo de la música, con copas en las manos y sonrisas vacías en los labios.
Llegamos a una zona elevada, separada por cortinas negras de terciopelo. Él apartó una de ellas y me hizo un gesto dramático.
—Damas primero.
Entré. Y allí estaban.
Adonnis y Calypso.
Sentados en sillones desgastados pero lujosos, como si estuvieran en medio de una decadencia elegante. Adonnis vestía de blanco inmaculado, con una copa de vino en la mano y una expresión aburrida en el rostro. Calypso, por otro lado, parecía sacada de un sueño febril: vestido rojo ceñido, uñas largas, mirada que podía partirse en dos.
—Mira quién llegó —dijo Calypso, sonriendo con los labios pero no con los ojos—La famosa Colette.
Adonnis no dijo nada, solo alzó su copa en señal de saludo y luego volvió a fijar la vista en la pista, como si yo no fuera más interesante que un insecto. Pero Anthony… Anthony tenía otros planes.
—No se preocupen, traje entretenimiento —dijo con una sonrisa ladina, y luego se volvió hacia mí con una mirada que no me gustó del todo—Colette, ¿bailarías para mí?
Me reí, por reflejo.
—¿Estás drogado?
—Tal vez. ¿Y tú?
Y fue entonces cuando me di cuenta. Algo no estaba bien. Mis pensamientos se sentían… lentos. Mis extremidades, más ligeras. Mi cuerpo ardía por dentro, pero no era fiebre. Era euforia. Falsa, pero tentadora.
Como si algo en el aire nos estuviera devorando lentamente.
—No sé por qué dije que sí —murmuré, más para mí que para él—.
Pero lo había dicho. Sí.
Subí a la mesa como si mis pies supieran el camino antes que mi mente. La música cambió. Reguetón. Pegajoso, sucio. La clase de ritmo que te hace olvidar el juicio. Mis caderas comenzaron a moverse por instinto, al compás del bajo, mientras Anthony me miraba desde su asiento, con ese cigarro en los labios y la maldita sonrisa de siempre.
—Eso es —dijo entre risas—Nunca imaginé que fueras tan buena con las caderas.
Lo miré desde arriba, con el cabello cayéndole sobre el rostro y una sonrisa venenosa.
—Tal vez hay muchas cosas que no imaginas de mí, Anthony.
Calypso aplaudió con lentitud.
—eso es chica, lucete bebe.
Y yo… no sabía si eso era algo bueno o muy, muy malo.
No sabía si era la droga, la música o la forma en que Anthony me miraba como si fuera el único espectáculo en toda la maldita ópera, pero algo dentro de mí se rompió… o tal vez se liberó. Ya no sentía el peso del pasado, ni el miedo, ni siquiera esa voz en mi cabeza que siempre me recordaba que debía estar alerta. Todo se desvanecía con cada movimiento de mis caderas.