«LA LLAMADA»
Rebecca Larsen tenía días sin probar un plato de comida. Todo lo que había en su estómago era agua y trozos de pan que una de sus compasivas hermanas se arriesgó a darle a escondidas. Eso era todo. Sentía el cuerpo débil. Los brazos le flaqueaban cada vez que tenía que cumplir con los quehaceres domésticos: hacer las camas, trapear el piso, lavar y planchar la ropa, aspirar los espacios alfombrados, fregar la vajilla y cuidar de las más pequeñas. A cada hora en punto, tenía que dirigirse al cuarto destinado a rezar, ponerse de rodillas y orar a Dios durante quince minutos.
«Reza y obedece», decía el cartel de cerámica ubicado en medio de la habitación. Lo repetían a diario las mujeres de la casa.
Era una regla inquebrantable.
Estaba herida en múltiples lugares. Había moretones alrededor de sus brazos, torso y piernas. También había marcas antiguas de cinturón y quemaduras que permanecían, principalmente, en su espalda. Habían pasado ya dos días desde que Él le dio una paliza, a causa de un inconveniente que experimentó en la intimidad. Rebecca estaba terminando de lavar los platos, cuando una punzada de dolor se disparó en la pelvis, se dobló a causa del dolor y una bandeja de vidrio cayó al piso. Se hizo pedazos. Trató de arreglar el desastre —a pesar de que el dolor era cada vez más fuerte en la zona— y tuvo que detenerse de rodillas para recuperar el aliento. Entonces, percibió humedad entre sus piernas. Dejó el lío a medias y corrió al baño, alarmada. Cerró la puerta. Levantó la falda larguísima del vestido rosa pastel, bajó las bragas y se sentó en el inodoro. Abrió los ojos grandes ante la mancha roja en medio de su ropa interior blanca. Las náuseas se hicieron presentes, seguidas de un intenso deseo por vomitar.
Sintió que moriría pronto.
Llamó desesperada a una de sus madres; para su mala suerte Elissa abrió la puerta. Era la mujer más dura y rígida, tenía cincuenta y seis años y era la décima de las treinta y seis esposas que tenía Él. Para ese entonces, Rebecca había comenzado a llorar. No tenía idea de por qué había sangre en su ropa interior y lo que dijo Elissa la aterrorizó aún más.
—¿Qué has hecho? —cuestionó irritada—. Has profanado los mandamientos, ¿verdad? —musitó tirándola del cabello—. Dios te está castigando por los pecados que cometiste —la sacudió, arrojándola contra la pared de cerámica fría.
La joven cayó al suelo. Lloró con fuerza. Había sido dócil, dulce y obediente. Había rezado a cada hora. Todos los días. ¿Por qué Dios la estaba castigando?
—No hice nada malo. Nunca quise ofender a Dios de ninguna manera. Lo juro —se animó a pronunciar.
Elissa le dirigió una mirada repleta de asco.
—Mentirosa. Sigues profanando la palabra de Dios —la culpó—. Ponte de pie, vamos. Rápido. Esto tiene que saberlo Él.
—No. No. Ahora no —rogó entre sollozos. Ni siquiera podía levantarse a causa del dolor y el pánico. Estaba entumecida.
Sin embargo, Elissa se acercó con determinación. La sujetó del cabello y la llevó a rastras hasta la cocina donde, para colmo, Él se encontraba furioso por el desastre que había en el piso. Su enfado se incrementó a causa de los gritos y lamentos que la joven pronunciaba, pidiéndole a Elissa que la soltara, que le estaba haciendo daño, que le dolía todo el cuerpo.
—¿Qué está pasando? —preguntó Él.
—Esta niña cometió algún acto pecaminoso y Dios la castigó. Le bajó la sangre —respondió Elissa; la jovén permaneció en el suelo. Lloraba desconsolada.
Él no dijo nada. Se puso a su altura y, sin previo aviso, le dio una bofetada. Luego, se quitó el cinturón y la golpeó por todas partes. Elissa observó todo sin titubear. Finalmente, la hicieron levantarse a las fuerzas.
Rebecca deseó morir.
Nadie intervino. Nadie dijo nada. Cuando esas situaciones ocurrían, de pronto, todas las que habitaban la casa se hacían humo. Invisibles.
—Ve a limpiarte. Te quiero en diez minutos en el cuarto —ordenó Él. Inmutado, dio un paso adelante y se marchó.
La chica tembló de miedo. ¿Qué pasaría? Si bien todas confiaban y creían fervientemente en Él, Rebecca nunca consiguió hacerlo por completo. Le causaba un temor atroz tener que quedarse a solas con él. No había forma de escapar. Elissa la obligó a ponerse de pie, la llevó a trompicones al baño y la metió bajo la ducha. Tuvo que darse un baño rápido. Al salir, se puso ropa interior limpia y se vio obligada a colocarse un buen trozo de papel higiénico, ya que la sangre continuaba fluyendo y quería evitar otra mancha. Se colocó un vestido celeste pastel que le cubría desde el cuello hasta los tobillos y zapatillas de lona blanca. A pesar de los múltiples dolores, se las ingenió para trenzarse el cabello castaño y largo que le llegaba a la cintura. Lloró durante el proceso. A Él le gustaba que todo estuviera pulcro y perfecto y en ese instante, ella se sentía un completo desastre. Sucia, adolorida y molesta.
—Date prisa —ordenó Elissa en la habitación—. Te está esperando.
Caminó a la par de la mujer en dirección al cuarto de Él. El trayecto se hizo eterno. Él tenía la habitación más grande, en el segundo piso, la última al final de la escalera. Ella nunca había ingresado. Al abrir la puerta, se estremeció ante las resplandecientes paredes blancas. Una cama grande del mismo color en medio. Él estaba sentado a una orilla y al percatarse de su presencia, la miró de arriba abajo.
—Puedes retirarte, Elissa. Cierra la puerta —expresó. La mujer cumplió al pie de la letra—. Ven, querida. Siéntate —indicó, señalando el espacio justo a su lado—. Te has convertido en una joven hermosa —murmuró—. Pero has tenido pensamientos impuros, ¿cierto? Por eso Dios eligió castigarte —dio por sentado. Ella ni siquiera lo negó, no quería contradecirlo o hacer algo que pudiera enfadarlo—. ¿Sabés cómo puedes remediarlo?