Justo unos días después de la última conversación salió a cenar con su amigo y la esposa, quienes le dieron la noticia de que se venía el bautismo del hijo que tenían. Por supuesto que estaba invitado, pero le pedían que armara un librito que ellos se encargarían de imprimir. Constaría de entrevistas y textos de producción propia sobre cómo veían a Jorguito, el bebé, sus familiares. Querían que cuando fuera grande, el chico pudiera leer las primeras impresiones que dejaba en este mundo, por si se desviaba del camino. Le dijeron que pusiera un precio y, aunque necesitaba la plata, Elortis no se animó a presupuestar el trabajo.
Aunque no dijo nada, estaba furioso por lo que su amigo le estaba pidiendo. Era como pasarle la pala a un moribundo para que cavara su propia tumba. Ni tenía fuerzas para hacer lo que le pedían, ni era justo que un escritor en ciernes se dedicara a tales asuntos. Para colmo, al otro día de la cena la suegra de su amigo lo llamó —la hija le había pasado el número— para pedirle que grabara con una cámara de video las entrevistas. Le dejó en claro que ella intentaría resaltar las raíces griegas de su familia. Quería que le dijera cuándo podían juntarse en su casa para organizar el tema del video. Elortis puso varias excusas para evitar la reunión, pero después se arrepintió, no quería quedar mal, y le escribió un e-mail para arreglar el encuentro.
Mientras tomaba una coca con la suegra de su amigo y comía la torta de manzana exquisita que le había preparado, Elortis notó que se entusiasmaba con la propuesta para el video, aunque no podía dejar de odiar a los padres de Jorguito por haberle encargado el trabajo. Después de todo, me dijo, de esas contracasualidades está hecha la vida. Esas vueltas extrañas, inesperadas, terminaban encausando las cosas a veces. Era natural. Le estaban pidiendo que hiciera lo que ellos entendían que él hacía o podía hacer. Podía disfrutarlo. Qué seríamos sin estas sorpresas, decía, notablemente molesto y avergonzado por la propuesta.
La mujer, una odontóloga, quería que escribieran juntos el guión con las apariciones de cada miembro de la familia. Por suerte, Elortis pudo convencerla de que sería mejor improvisar algo. Pero no confiaba en él, y pensaba que los iba a hacer quedar a todos como unos payasos.
Su idea era hacer una pequeña introducción en la que bailarían, dando vueltas agarradas de los hombros, el hasapiko con la madre de Jorguito, su otra hija, su consuegra y unas amigas. Luego leería en voz alta un poema que escribiría para su nieto. Elortis recordó que el hasapiko era originalmente la danza de los carniceros y que iba bien para la ocasión. Tal vez Jorguito, en el futuro, pensara que era un mensaje cifrado para convencerlo de que adoptara ese oficio. En manos de estos locos alegres no necesitaría muchos consejos, no se desviaría de ninguna senda. Aunque no se podía saber en qué se convertiría Jorguito, y qué clase de procesos mentales terminaría usando para descifrar los mensajes del librito.
Resultó que la vieja tenía preparados otros numeritos. El centenario bisabuelo del nene, por ejemplo, le dedicaría una canzonetta con su acordeón. El cuñado de Richard, chef especializado en comida oriental, le enseñaría a cocinar su primer chow fun y, mientras tanto, le daría otros consejos culinarios. Elortis le dijo que no había problemas con esas cosas, que se podían hacer tranquilamente, pero que juntaran en una misma casa a los restantes familiares del nene así despachaban los demás numeritos en un día. Tampoco iba a perder tanto tiempo, me dijo.
No sabía que estaba desencadenando una pelea en el seno de esa familia, por lo menos en apariencia, tan unida. Enseguida la madre de su amigo lo llamó para compartir su desacuerdo. ¿Cómo iban a hacer para que don Antonio agarrara el acordeón? Si apenas podía moverse. En la fiesta del bautismo, después de la proyección, los terminarían criticando. No había que olvidar que estaban invitados unos cuantos mandamases de la fábrica de gaseosas. ¿Qué iban a pensar de esa familia, mitad italiana y mitad griega, que se disfrazaban, y actuaban para un simple bautismo? ¿Con qué objetivo lo hacían? ¿No era demasiado pretencioso? Ellos aceptaban hablar a la cámara, pero no veían con buenos ojos que un miembro de la familia apareciera bailando, les parecía demasiado bizarro. De cualquier manera, la suegra de Richard, de tanto insistir, se salió con la suya.
Arreglaron la fecha y, dos semanas después, Elortis quedó muy contento con el resultado de los videos. Se puso a editarlos en su computadora con la ayuda de Diego, a quien a cambio le rebajaría el precio de las clases, y estaba preparando un extenso prólogo, un resumen de las entrevistas, que agregarían al souvenir con forma de librito — texto más DVD— que se llevarían los invitados en la fiesta del bautismo. Una edición especial, que incluiría fragmentos de Los árboles transparentes, sería guardada, para entregarla al nene cuando cumpliera dieciocho años.
Elortis sabía que la esposa de su amigo estaba del lado de Miranda y pensaba que él era un inconformista, o un descerebrado en todo caso. Richard también apreciaba a su ex novia.
Ya separados, Elortis y Miranda habían ido juntos a la clínica donde nació Jorguito, en Temperley. Le llevaron un regalito que compraron juntos —en realidad lo había pagado Miranda, Elortis le quedó debiendo la plata—, un gimnasio para bebés, mucho más práctico que el souvenir con consejos para el futuro que estaba preparando ahora.
Era chocante, recuerda Elortis, esperar en la recepción de la clínica donde nació el bebé al lado de otras familias que tenían los ojos rojos de llorar por alguna desgracia. También había sido incomodo presentarse con su ex, aunque la alegría que tenía por el nacimiento del hijo de Richard atenuara lo demás.
En la habitación donde estaba el bebé, el sol del otoño entraba por una ventana que daba a las vías del tren. Elortis no recuerda haber visto un lugar artificial tan agradable y cálido como ése. Sin embargo, pronto empezó a sentir que se le encendían las mejillas y le faltaba el aire. La habitación estaba poco ventilada para proteger a Jorguito de las posibles bacterias del exterior. También le habían pedido al entrar que se lavara las manos con alcohol en gel. Ver las manitos rosadas de Jorguito, todavía cerradas al mundo decía, lo hizo pensar. Estamos tan acostumbrados a encontrar motivos de desprecio en las personas que nos cruzamos que no podemos ver bien la cara de un bebé. ¿Cómo había que mirarlo? Tal vez eran sus únicos momentos de inocencia; al otro día Jorguito entendería en qué mundo se encontraba, empezaría a adaptarse al lugar y a las personas.
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Editado: 22.05.2025