El primer turno
La terapeuta se llamaba Irene. Me había pasado su contacto una amiga, una de esas amigas a las que dejé de responder sin motivo claro. Solo porque me pesaba hablar. Porque la vergüenza de estar mal y no saber explicarlo me cerraba la garganta.
Llamé y me atendió ella misma. Su voz era normal. Ni cálida ni dura. Solo una voz.
Eso me tranquilizó.
-¿Qué te gustaría trabajar?- me preguntó.
-No sé- dije-. Estoy… triste hace mucho. Y estoy cansada de estar triste.
-Bien- dijo-. Por ahí podemos empezar.
El consultorio quedaba a ocho cuadras de casa. Fui caminando con la cabeza agachada. Hacía calor, pero no me molestó. Sentir la transpiración bajándome por la espalda fue, de algún modo, reconfirmar que estaba viva. Que el cuerpo volvía a ser mío. Con sus molestias. Con su historia. Con todo lo que no se podía borrar con un deseo.
La sala de espera era sencilla. Una silla, una planta triste, una lámpara con luz tibia.
Me senté. Me temblaban un poco las manos. No por miedo. Por algo más profundo: por el riesgo de decir la verdad después de tanto tiempo mintiéndome.
Entre. Irene me ofreció agua. No acepté. Me miró a los ojos con calma. Tenía unos lentes colgando del cuello, como si estuviera siempre a punto de leer algo.
Yo era eso: algo por leer.
-¿Querés contarme cómo estás?
-Mal.
Silencio.
-No sé si es depresión. No sé si es algo que tiene nombre. Pero me cuesta todo. Me cuesta levantarme, comer bien, concentrarme.
Hago listas para tener una rutina pero no las sigo.
Quiero cambiar cosas, pero no las cambio. Quiero sentirme bien, pero me asusta no saber cómo se hace.
Y a veces tengo esta sensación de qué… nada alcanza.
Irene no anotó nada. Solo me miraba.
-¿Sentís que siempre fue así?
-No. Antes era peor.
-¿Y ahora?
-Ahora es distinto.
Me fui. Estuve…en un lugar. No sé cómo explicarlo. Era un lugar donde todo lo que quería se cumplía. Y sin embargo…
No pude terminar la frase. Me largue a llorar. Como si al decirlo hubiera abierto la puerta de algo que venía aguantando desde hacía siglos.
Lloré en silencio. Irene me alcanzó un pañuelo. No dijo nada.
No necesitaba que me entendiera del todo. Solo necesitaba que alguien no hablara mientras yo lloraba.
Ese fue el primer turno.
No salí aliviada. No salí mejor.
Pero salí distinta.
Como si algo, muy dentro, se hubiera empezado a mover.