La reunión fue en un centro cultural pequeño, con luces bajas y olor a café recién hecho. Maria había reservado el salón sin saber si alguien iba a venir. Había hecho una publicación en el blog y otra en redes: una invitación abierta a quienes se sintieran identificados, a quienes alguna vez hubieran querido desaparecer y, por alguna razón, aún están acá.
Llegaron más de los que esperaba.
Algunos solos, otros en pareja, algunos con lágrimas contenidas, otros con sonrisas nerviosas.
Ana estaba ahí, sentada en primera fila, con Sam enroscada a sus pies, autorizada a estar porque María había insistido en que ella también formaba parte de la historia.
Alejandro llegó unos minutos después. Se quedó al fondo, observando.
Ya no intentaba salvarla. Solo quería estar cerca. Y eso era suficiente.
María subió a un pequeño escenario improvisado. Llevaba un cuaderno gastado en la mano. Lo había llenado con anotaciones, borradores, frases sueltas.
Y con la voz apenas temblando, empezó a hablar.
-Cuando abrí el blog no sabía si alguien iba a leerme. No sabía si lo que había vivido era real, si era un sueño, un colapso, una fantasía.
Solo sabía que había estado en un lugar donde todos mis deseos se cumplian.
Y que, a pesar de eso, me sentía más vacía que nunca. Ese lugar me mostró algo que me costó aceptar: que no importa cuántas cosas tengas, si no podés habitarte a vos misma, nada alcanza.
Hizo una pausa. Algunos bajaron la mirada. Otros asentían en silencio.
-Durante mucho tiempo creí que tenía que curarme para vivir. Ahora se que no.
No necesito estar del todo bien para amar.
No necesito estar entera para ser suficiente.
Y que la tristeza, aunque me acompañe, no es un castigo. Es parte de mi.
Pero ya no es lo único que me define.
Sostuvo el cuaderno con ambas manos. Sonrió apenas.
-Este cuaderno es el borrador del libro que quiero publicar.
No es un libro de soluciones.
Es una conversación entre gente que no se rinde.
Un inventario de cosas que no llenan, si. Pero también un mapa de lo que sí sostiene: la ternura, la honestidad, los vínculos reales, aunque sean torpes.
Este libro se va a llamar como el blog. Y va a estar dedicado a quienes alguna vez pensaron que su tristeza los hacía inservibles.
Porque no lo somos.
Estamos vivos. Y eso, por sí solo, ya es un milagro discreto.
Después del encuentro, María y Ana se quedaron conversando hasta tarde.
Rieron, lloraron, compartieron anécdotas absurdas, momentos oscuros, pequeñas victorias.
Alejandro las fue a buscar. Sam, dormida en su regazo, levantó la cabeza al escuchar su nombre.
Antes de irse, María se quedó mirando el lugar vacío, como si quisiera registrar esa imagen.
Sabía que no iba a olvidarla.
No porque fuera extraordinaria. Sino porque por fin sentía algo que durante años le había sido ajeno: una vida que le pertenecía.
Esa noche, María llegó a su casa con el corazón lleno de algo que no sabía nombrar. No era euforia. No era paz. Era una especie de calor suave, como el que queda después de llorar por lo que había que llorar, y abrazar lo que no se puede cambiar.
Se sentó en el sillón, con Sam recostada en su falda. Alejandro estaba en la cocina, preparando dos tazas de té como si esa fuera su manera silenciosa de decir “estoy orgulloso de vos”. Sobre la mesa había una flor que alguien del encuentro le había regalado. Una margarita con una tarjeta anónima que decía: “Gracias por tu voz. Me ayudaste a quedarme un poco más.”
María lo leyó dos veces. Después la guardó entre las páginas del cuaderno donde escribía el libro. No iba a corregirlo tanto. No quería que fuera perfecto. Quería que fuera honesto.
Que tuviera espacio para las contradicciones, para los días buenos y los malos, para la tristeza sin explicación y las alegrías diminutas que aparecen sin aviso.
Cuando Alejandro le alcanzó el té, se quedaron unos segundos en silencio. Ella apoyó la cabeza en su hombro.
-¿Sabes que pienso a veces? - dijo ella.
-¿Qué?
- Que no todo lo que duele tiene que entenderse.
Alejandro asintió.
-Y sin embargo, vos lo pusiste en palabras.
Ella se encogió de hombros, con una sonrisa tranquila.
-No es que ya no me duela- dijo-. Pero ahora el dolor no se siente como un enemigo. Es parte de mi idioma. Y creo que eso también puede ser un hogar.
Alejandro no respondió. Solo la miró con calma de quién entiende que algunas cosas no se contestan: solo se acompañan.
Esa noche, antes de dormir, María subió una nueva entrada al blog.
“Hoy entendí algo que quizás mañana se me olvide, pero igual quiero dejarlo escrito.
Que ser de alma triste no me impide tener momentos felices.