Invierno

3. MUÑECO DE NIEVE

Una vez más, los colores se le fueron al piso cuando vio de quién se trataba.

—¡¿Qué haces aquí?! —preguntó histérica, sin dejar de verlo.

—¿Qué hago yo? ¡No, qué haces tú!

Amodorrada, se talló los ojos con los dedos, pensando, entre tanto, que responder.

—Yo renté esta cabaña para pasar aquí mis merecidas vacaciones —dijo Karen al fin.

—No, estás equivocada, esta es la cabaña número seis, la que yo renté.

Karen se burló de él.

—Perdón, pero estás bien menso. Esta es la cabaña número nueve.

—Ven, para que veas que no.

—¡Es la nueve! A diferencia de ti, yo sí sé diferenciar un seis de un maldito nueve.

Karen se levanta y se dirige a la entrada y abre la puerta con Miguel atrás de ella.

—¿Qué dice ahí? —le pregunta Miguel.

—Seis, pero...

—¡Ah, seis, tú lo has dicho!

—¡No me grites! ¡Mira, burro!
— Miguel la miraba con rencor y los brazos cruzados— ¡Mira, acá!

—¡Sí, sigue siendo seis!

—¡No! —Karen negó con la cabeza, colocó el índice en la parte baja del número metálico y lo movió para revelar la verdad—. ¡Es un nueve, pero se cayó porque se salió el tornillo!

—A ti se te salió el tornillo.

—¡Ahí está el hoyo! Es más, llama a la recepción.

—¡Pero claro que voy a llamar! ¡Es más, voy a ir!

—¿Siempre has sido así de histérico? Tan tranquilito que te veías...

Tarde fue cuando se dio cuenta de lo que acababa de decir.

—¡¿Cuándo, cuándo me veía?!

Afortunadamente, el bobo no parecía saber con quién estaba tratando, así que pensó en una respuesta ágilmente.

—En el mercado, hace rato. Nos vimos ahí ¿No te acuerdas?

—No —mintió.

—Pues sí, y no te veías hecho un demente, cómo ahora. Te lo juro, es la nueve.

—Ok, es la nueve —finge darle la razón.

—Cierra la puerta, se está metiendo la nieve.

—Cierra tú, es tu cabaña —responde altanero y se va a sentar a la sala.

Karen lo ve y se ríe. Eso lo enfurece más y la mira cómo queriéndola matar. Ella pensaba en lo tonto que se iba a sentir ese berrinchudo cuándo se diera cuenta de que, efectivamente, se encontraba en la cabaña equivocada.

—¿No que ibas a ir a ver? 

—Ya que pase la tormenta.

—Es que no va a pasar. Dijeron que iba a durar hasta el lunes.

—¿Qué fue eso?

—¿Qué?

—¡Shhh!

Un trueno y una bola enorme de nieve después, la puerta de la cabaña estaba tapada por completo.

—¡No mames! ¡No mames! —exclamó Miguel, desesperado.

—Te dije que se iba a meter la nieve...

—¡Estamos atrapados!

—Eso parece, sí —se estiró, bostezó y luego se rascó la cabeza alborotándose el pelo un poco más.

—¡¿Cómo puedes estar tan tranquila?!

—No sé. Ya, siéntate y relájate —camina hacia la cocinilla y abre la alacena— ¿Quieres té?

—¡No! ¡¿No te das cuenta?! ¡Podemos morir aquí!

— Ay, don dramas... Si nos toca, nos toca. Te dejaré comerme si nos quedamos sin comida.

—No como carne.

—Mala suerte, yo sí —lo recorre de abajo hacia arriba analizando la cantidad de alimento del que dispondría.

—¡Sácate qué! —se aleja.

—No te preocupes, todavía hay mucha comida, cobijas, agua... El próximo sábado hay que hacer el check out y seguramente nos vendrán a buscar.

—¡Tú no entiendes, solo iba a quedarme tres días, no una maldita semana!

—¡Cambio de planes! Hay dos cuartos, tú duerme en el otro.

—¿Esperabas a alguien?

—No. Pero quería una con dos cuartos por si uno no me gustaba. O por si me aburría.

Entonces, Miguel se dio cuenta de que ella tenía razón. La cabaña que él había rentado solo tenía un cuarto. Se dirigió hasta la puerta que seguía abierta para ver de nuevo el número caído.

Apartó la nieve del piso y cerró despacio.

—¿Qué pasó? —preguntó Karen, quien sacaba un vaso de unicel de un paquete— ¿Ya te convenciste?

Él asintió, apenado.

—¿Sabes cuánto se tardan esos vasos en...? —cambió el tema, queriendo distraer la atención.

—Quinientos años —respondió ella y sacó uno del paquete.

—¿Y por qué los compraste?

—Quería una taza normal, pero no había...

—Entonces no los hubieras comprado.




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