Invierno

5. SOPITA

Miguel insistió, arriesgándose a un nuevo exabrupto.

—¡No tienes por qué hablarme así, no es para tanto!

—¡Eso lo decido yo! ¿O vas a comprarme otra si me descompones esta? Yo no tengo dinero y si se me friega esta cosa, ya valió.

—¿Crees que no tengo para pagarte tu mugrero o que? ¡Hasta diez te compro! —fanfarroneó orgulloso, aunque de sobra sabía que las cosas en su economía no andaban bien.

—Solo quiero una, ni que fuera a vender. Ya vete, parece que no pasó nada. Yo te aviso.

—Pero quítale ese mono feo, podría dañarla de tan feo que está.

Karen se rió. Hasta parecía que estaba celoso.

—¿Y que? ¿Te pongo a ti? ¡Entonces si, estalla! No te metas con mi rey otra vez, por favor.

—¡Qué ridícula eres! ¿Cuántos años tienes? ¿Cincuenta? Deja eso para las adolescentes.

—¿Por qué sigues aquí?

—Porque una tonelada de nieve cubre la entrada y no puedo salir.

—Sal por atrás, hay otra puerta, ¿sabes?¿O acaso no sabías que que toda construcción tiene al menos dos puertas.

—No hay otra puerta, solo la de enfrente.

Karen rodó los ojos e irritada, puso la laptop a un lado para mostrarle gentilmente la salida. Al abrir la puerta que daba a la pequeña terraza, exclamó asombrada.

—¡Ira, qué bonito!

—Se dice «mira».

—Se dice cómo yo guste y mande ¿Cómo ves? Lo mejor es que puedes agarrar tus mugres y largarte de mi cabaña.

—No, no puedo. Podría perderme en el bosque y morir congelado.

—No se perdería mucho, en realidad.

—¡Además, mi carro está estancado y no tengo cadena para las llantas!

—No, si pretextos no te faltan, ¿verdad?

—Está nevando otra vez... —observó, mirando al cielo.

Más nubes oscuras cargadas de nieve se acercaban cubriendo el sol que apenas si  calentaba.

Karen solo sentía coraje al observarlo y darse cuenta de que le seguía gustando. Era muy guapo, no podía negarlo. Estúpido y sensual Miguel, esbirro del averno. Porque madera de galancito de telenovelas si tenía. Era más guapo que Rulli, qué aparte ya estaba más quemado que la leña de otro hogar; además, más joven que Colunga. Y mejor actor que esos dos juntos. Eso no se negaba.

Siempre creyó que estaba muy desperdiciado en su profesión, pero las producciones tampoco se prestaban para grandes interpretaciones. Dejaban mucho que desear y con lo «selectivo» y delicadito que era el presente, pues sabría dios de qué vivía. Y tampoco lo quería imaginar.

Tal vez le convendría irse a otro país. Pero bueno, a ella que más le daba ya, eso era su problema y no tenía por qué importarle.

Volvió adentro y cerró la puerta con seguro para molestar pero al notar que después de varios minutos no tocaba ni intentaba abrir, salió de nuevo.

Él, pensativo, siguió viendo la nieve caer con una expresión melancólica.

—¿Te vas a quedar ahí? —preguntó en tono juguetón.

—Sí.

—¡Ay, namames! ¡Métete ya, pues!

—No.

—El carro no va a prender de todos modos.

—¿Para qué? Ya no tengo nada.

—¡No me obligues a rogarte! ¡Métete o te meto!

Para entonces, el cielo se había puesto muy oscuro y los tenues rayos del sol de la mañana, se habían esfumado por completo.

—Oye, wey, si te pones a chillar aquí, se te van a congelar los ojos y te vas a quedar ciego —insistió ella. ¡Ok, como quieras!

Cerró la puerta y la volvió a abrir, pero se topó con su pecho. Río y se apartó para que entrara.

Estaba tiritando y se sentó en su sofá favorito sin decir nada.

Karen fue por un par de cobijas y lo enredo con ellas. Poco después calentó una sopa de pollo con fideos y se la puso en la mesa.

—Come, para que te calientes.

—No tengo hambre.

—No es para el hambre, es para que te calientes, dije. Pero bueno, por mí no quedó. Haz lo que quieras.

—¿Quieres que me vaya o no?

—No puedes irte de todos modos.

—¿Quieres que me vaya?

—Quédate si quieres. Solo no me interrumpas si ves que estoy escribiendo. Te quedas en tu sala de mi cabaña rentada —rió y se metió a su rincón entre las cobijas.

Miguel tomó la sopa, sonrió y empezó a comer. Y le cayó muy bien. Tal vez no todo estaba perdido.

Más tarde, un par de horas tal vez, Miguel se asomó para ver qué estaba haciendo. Sus ronquidos le dieron la respuesta.

Era difícil no interrumpir porque, cuando no estaba escribiendo, estaba dormida o comiendo, y él moría de curiosidad por saber sobre qué o quién escribía tanto.

Miro su teléfono. Tenía varios mensajes de miembros de su familia preguntando por su paradero. No sabían nada de él desde hacía días. Y así era mejor. No tenía ganas de hablar con ninguno de ellos. Lo tenían harto y bastante decepcionado. Que creyeran lo que quisieran. Seguramente solo necesitaban algo y ahí estaba su menso. Pero cuando se trataba de él, no había nadie a su disposición.




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