Invierno

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Invierno

I.

Tres de la madrugada. Otra vez.

El balcón se había convertido en mi territorio nocturno. Desde el séptimo piso, Buenos Aires se extendía como un circuito eléctrico defectuoso: luces que parpadeaban, calles que respiraban autos, personas que eran apenas puntos de movimiento.

Me gustaba inventarles historias. Ella va a ver a su madre enferma. Él acaba de perder su trabajo. Aquella pareja se está enamorando sin saberlo todavía. Antisocial, me habían dicho. Pero no era eso. Me fascinaba la gente desde lejos. Desde arriba. Donde sus problemas eran más pequeños que los míos.

La noche tenía algo que el día nunca entendió. Una dualidad: la oscuridad de mis pensamientos mezclándose con el brillo de la luna y las estrellas. Melancólicamente hermoso, como todo lo que duele y atrae al mismo tiempo.

—¿Otra vez despierto? —la voz de mi madre atravesó el pasillo. Bata de baño. Tres de la madrugada. Su turno de ir al baño.

—Estoy pensando.

—Pensás demasiado, Mateo.

—Lo sé.

Se quedó en el umbral un momento, como esperando que dijera algo más. No lo hice. Nunca lo hacía. Eventualmente, suspiró y se fue.

Tenía razón. Siempre la tuvo. Pero no sabía cómo dejar de pensar. Era como pedirle al río que dejara de fluir.

II.

"Inteligente". Esa era mi etiqueta desde la primaria.

"Quisiera ser como vos," me decían en la facultad de economía. "Qué suerte tener ese cerebro."

Suerte. Como si este cerebro fuera un premio y no una prisión. Como si los pensamientos no se atropellaran a las cuatro de la mañana: mercados financieros, existencialismo, la guerra de Troya, la crisis del 2008, Caravaggio, teoría de cuerdas. Todo al mismo tiempo. Todo exigiendo atención.

Wikipedia era mi madriguera. Cada artículo abría diez pestañas más. Podía explicarte la hiperinflación alemana de 1923 y en la misma conversación citar a Camus. Pero no podía explicar por qué eso no me hacía feliz.

El conocimiento sin alguien con quien compartirlo es solo ruido en una habitación vacía.

¿Amigos? Los tenía. Salíamos los viernes al bar de Palermo. Cerveza, risas, anécdotas. Eran buena gente. Pero siempre había un muro. Yo lo construía. Ladrillo a ladrillo. Conversaciones superficiales. Chistes compartidos. Nunca lo profundo. Nunca lo real.

No porque no quisiera. Porque tenía miedo de que si me conocían de verdad, dejarían de querer conocerme.

Lucas una vez me preguntó, después de tres cervezas: "¿Estás bien, Mateo? En serio."

—Sí, ¿por qué?

—No sé. A veces parece que estás acá pero no estás.

Tenía razón. Pero le sonreí y cambié de tema. Siempre cambiaba de tema.

III.

La soledad llegó temprano.

Tengo un recuerdo nítido: ocho años, llegando de la escuela. La puerta de casa sin llave porque mamá trabajaba hasta las siete. La mochila azul cayendo al piso. El ruido metálico del cierre retumbando en paredes vacías.

Luego, nada. Solo el zumbido del refrigerador y el reloj de pared marcando segundos. Tic. Tac. Tic. Tac. Como un metrónomo contando mi soledad.

Aprendí a cocinar fideos a los nueve. A hacer la tarea solo. A que la casa vacía no me asustara. Pero nunca aprendí a que la soledad no me hablara.

Porque cuando estás solo, lo único que te acompaña es tu mente. Y la mía despertaba cosas oscuras. Preguntas sin respuestas. Miedos sin nombres. Ese pensamiento recurrente: "¿Y si un día simplemente dejo de existir?"

Pero la soledad también me hizo curioso. Empecé a leer. A devorar enciclopedias viejas que mamá tenía desde su época de estudiante. A buscar respuestas en libros cuando no las encontraba en personas.

La soledad me educó. También me lastimó. Es difícil saber cuál efecto fue más fuerte.

IV.

Mamá trabajaba en un hospital. Enfermera del turno tarde. Volvía a casa con los ojos cansados y las manos oliendo a alcohol en gel. Algunas noches la escuchaba llorar en la cocina. Bajito. Como si no quisiera que la oyera.

—¿Todo bien, má?

—Sí, amor. Día largo nomás.

Nunca me contó que un paciente había fallecido. O que su sueldo no alcanzaba. O que estaba cansada de estar cansada. Me protegía de sus problemas igual que yo la protegía de los míos.

Éramos dos personas viviendo en la misma casa, amándose, pero habitando mundos separados.

Cocinaba milanesas los domingos. Mi favoritas. Me preguntaba por la facultad. Yo le contaba lo mínimo. "Bien. Aprobé un parcial. Sí, los chicos me invitaron a salir."

Lo que nunca le dije: "Mamá, a veces no quiero despertar. A veces pienso que el mundo sería igual sin mí. A veces tengo tanto ruido en la cabeza que el silencio me aterra."

Nunca encontré las palabras. O tal vez nunca quise lastimarla.

V.

Junio llegó con lluvia. Mi mes favorito. Mi estación favorita.

Había algo honesto en el invierno. El frío no fingía ser otra cosa. La oscuridad llegaba temprano y se quedaba. Los días grises no pretendían ser luminosos.

Esa tarde volví de la facultad. Parcial de Macroeconomía aprobado. Debería haberme sentido bien. No me sentí nada.

Preparé café. El vapor dibujaba fantasmas en el aire de mi habitación. Afuera, Buenos Aires se desdibujaba detrás de la ventana mojada. Las gotas corrían como lágrimas en el vidrio.

Mamá tenía guardia nocturna. La casa estaría vacía hasta las ocho de la mañana.

Me acosté bien tapado. Las sábanas olían a suavizante de ropa. El sonido de la lluvia era un tambor constante, hipnótico. Me recordó a cuando era chico y la lluvia me arrullaba.

Miré el frasco de clonazepam en la mesa de noche. Lo había sacado de la repisa hacía una hora. No recuerdo cuándo tomé la decisión. Tal vez nunca la tomé. Tal vez la decisión me tomó a mí.

Abrí el frasco despacio. El ruido del plástico girando. Las pastillas blancas. Pequeñas. Inofensivas en apariencia.

Las conté. Dieciséis.

Las reconté. Dieciséis.

El papel con el número de emergencias estaba en mi escritorio. Centro de Asistencia al Suicida: 135. Lo había escrito hacía meses. "Por si acaso," me dije entonces.




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