Invierno Cruel

C A P Í T U L O 1

 

SOLO LLUEVE EN OTOÑO

 

- JOYCE -

 

Aquel día de octubre era mucho más silencioso que las semanas anteriores; el ruido provocado por el movimiento en los pasillos, los dormitorios y las conversaciones, se ahogaba a lo lejos. Odiaba los días silenciosos, porque todos ya estaban abajo y yo apenas estaba terminando de arreglarme.

Salí corriendo de la habitación y bajé las escaleras con rapidez, llegando a la fila tan rápido como pude.

—Llegas tarde —me susurró Muriel, una chica de cabello marrón oscuro, ojos color nuez y baja estatura.

—Lo sé, esperó que ninguno de los instructores me haya visto —respondí, mirando en toda dirección en busca de algún instructor que estuviera cerca.

—En caso que sí, te van un meter en esa cárcel para ratas —advirtió Sam, el chico moreno formado detrás de mi, tenía el cabello negro y los ojos tan claros como el agua.

—Si hablas de la zona azul, nadie ha puesto un pie ahí, tarado —defendió Muriel.

—¿Y qué me dices de Todd? Dice que es un horror estar abajo —mencionó, señalando con el pulgar al rubio que estaba en la tercera fila.

—Todd es un mentiroso y sólo quiere llamar la atención —afirmó ella—. La última vez dijo que había estado afuera, si hubiese sido cierto, no podría haber ido más allá de la línea de cercanía antes de activar el láser. Además, todos sabemos que los muros son impenetrables y no hay forma de atravesarlos.

—Buenos días, muchachos —anunció una mujer vestida de blanco, avanzó y se detuvo frente a las cinco filas, obligando a que Muriel y Sam dejaran hablar para ponerse más firmes que una estatua para responder al saludo.

La subdirectora Barrowman, una mujer de edad un poco avanzada, con ligeras arrugas en el rostro y pequeños mechones blancos ocultos debajo de su cabellera rubia. Tenía los ojos marrones y una cicatriz larga y fina que empezaba del lado derecho de la garganta hasta la nuca.

—Fila uno, adelante.

La fila de al lado avanzó, introduciéndose en el comedor. Después lo hizo la cuatro, la tres, la cinco y finalmente la dos. Caminé detrás de Muriel fingiendo naturalidad para no delatarme, estando a punto de cruzar cuando la subdirectora se aclaró la garganta.

—Veinticuatro —espetó, refiriéndose a mí.

Apreté los ojos. Sabía que me castigarían, solo esperaba que no fuese con el postre del desayuno. Di media vuelta, saliendo de la fila, deteniendo mis pasos frente a la mujer con las manos detrás de la espalda.

—Es la tercera vez que llegas tarde, ¿alguna explicación? —averiguó, con una expresión de total seriedad.

—Hace un poco de frío, sabe —dije, mostrando una sonrisa nerviosa —. El frío da sueño.

—La semana pasada se rompió el despertador y hace dos días la misma excusa —recordó, revisando el reloj que tenía en la muñeca izquierda —. Estos retardos tienen consecuencias, así que tendré que programarte un castigo.

Me sudaron las manos cuando pulsó algo la pantalla del reloj, para después regresar su mirada a mis ojos.

—Hace falta mantenimiento en la biblioteca —mencionó —.  Limpiarás los estantes seis, once, diecinueve, treinta y cuatro. Te daré un lapso de cuatro días entre las 5:30 y 8:00 p.m, ¿alguna objeción?

—No.

—La próxima vez que llegues tarde, tendré que quitarle el postre y a nadie le gusta no comer postre —me advirtió, sonriendo con amabilidad —. Trata de ser puntual, Joyce.

—Lo tendré en cuenta, subdirectora.

—Espero así sea —terminó y extendió la mano hacia el interior del comedor —. Adelante

Asentí y me introduje en el lugar.

El comedor era un espacio enorme. Había siete mesas compuestas por diez sillas, cuatro a los costados y dos al frente, cada una asignada para cada fila y las otras dos para los instructores. Las ventanas eran amplias, dejaban ver el pavimento del patio, toda la estructura del invernadero y lo demás eran metros y metros de muros oscuros. El lugar tenía un estilo casi victoriano, con un enorme candelabro que por las noches alumbraba todo el comedor, los pisos de madera; las tazas, platos y vasijas estaban dentro de las enormes repisas de cristal, así como algunas macetas con plantas de hojas verdosas.

Me acerqué a la segunda mesa, sentándome en mi lugar correspondiente. Tomé la servilleta blanca de tela a un lado del plato de porcelana y la puse sobre mis muslos, manteniendo las manos sobre estos, esperando a que llegara la comida.

Minutos después, las mesas se llenaron de varias comidas, como: huevos revueltos, pan, waffles, fruta y otros platillos. Nos dejaban comer sólo lo que nuestro cuerpo necesitaba y eso lo determinaba el marcador digital que estaba a nuestra derecha. Cada cosa que tomábamos para comer y que colocábamos sobre el plato, mostraba una cantidad al costado del límite e iba subiendo conforme servíamos, hasta que ambos números quedaban iguales. Por eso nadie de ahí era muy corpulento, solo muy pocos nos veíamos mas delgados que la mayoría, pero nada que fuera grave.

Tomé uno de los tenedores de metal y piqué un trozo de kiwi, llevándomelo a la boca con calma, sintiendo su sabor, sirviendo también una variedad de fruta sobre el plato. La fruta era una de las pocas cosas agradables de estar en la institución, además de los tiempos libres y tardes de películas que a veces se daban. La mayoría de esos alimentos los obteníamos de los cultivos del invernadero, que poseía toda la naturaleza que no éramos capaces de ver.

Aquello me hacía pensar en cómo sería la vida fuera de la institución y los muros. Probablemente habría cosas espectaculares, iguales a las de las películas. Me gustaba formar la teoría de sí, en cierto momento, llegué a vivir fuera de este lugar. No obstante, era una pérdida de tiempo preguntárselo, de mal gusto, cualquier cosa relacionada con el exterior lo era. Ojalá todos fuésemos capaces de saber qué ocurrió con nosotros antes de los once.



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En el texto hay: misterio, ficcion juvenil, apocalíptica

Editado: 18.03.2024

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