Invierno Cruel

C A P Í T U L O 4

 

PUERTAS ABIERTAS

 

- JOYCE -

 

Era pasada la medianoche y, otra vez, no había podido conciliar el sueño desde hace buen rato. Los recuerdos seguían apareciendo en horrorosos destellos en mi cabeza.

Veía el cuerpo de Dominic tendido en el suelo sobre aquel charco de sangre seca, sus ojos bien abiertos y la catastrófica herida en su estómago. Quería vomitar. Lo hubiese hecho si tuviera algo en el estómago.

Sacudí la cabeza para olvidarme de la sensación, tallándome el rostro con las manos, girando hacia el otro lado de la cama. Examiné cada rincón de la habitación, las paredes tapizadas en beige, la lámpara en la masita de noche, la cajonera y la ventana sobre ella, la puerta entreabierta…

Apoyándome de los codos, alcancé el botón de la lámpara. El cuarto se iluminó, confirmando que no la había cerrado, aún estando segura al acostarme de haberlo hecho. Hice aun lado las sábanas y mis dedos tocaron la fría madera del suelo. Confundida, caminé hacia la puerta y le di un empujoncito con la punta de los dedos. Di media vuelta para regresar a la cama, agarré las cobijas por el borde y escuché el crujir de la puerta que volvió a abrirse.

Me quedé parada mirando en esa dirección. No tenía problemas con el resbalón de la manija y cambiaban los pestillos cada tanto para evitarlo. Esperé nerviosa a que cualquier cosa pasara, pero todo se quedó en silencio. Tragué saliva con pesadez y avancé hacia la puerta, dispuesta a cerrarla cuando vi algo en el suelo pasillo.

Solté el picaporte y me agaché para alcanzarlo. Era un papel doblado varías veces, de color amarillento y la mitad de un marrón oscuro, que a los pocos segundos distinguí. Se trataba de los planos que Dominic me había mostrado en la azotea, la parte marrón desprendía un olor a metal. Sentí una punzada ardiente en el estómago.

«¿Quién podía ser tan cruel como para traer esto?» pensé, arrugando el papel entre mis manos.

Mire hacia el fondo del pasillo. A la vuelta de este, pude ver a alguien observándome, asomando apenas la cabeza y echándose para atrás cuando lo noté. Apreté los dientes, guardando los planos en mi pantalón de pijama, saliendo de mi habitación para ir detrás de aquella figura. El miedo se había esfumado, la ira lo había reemplazado.

Di vuelta en la esquina vi cómo desaparecía la silueta por el siguiente pasillo, que daba hacia las enormes escaleras de madera. Una sospecha arribó mi mente mientras le seguía: podría tratarse del asesino de Dominic. La adrenalina me invadió el cuerpo; si le atrapaba, finalmente daría justicia a su muerte y le haría pagar por su horroroso crimen.

Aceleré el paso y pronto estaba a unos metros a espaldas de mí, corriendo. Pese a la poca luz que entraba por las ventanas, alerté que era alto y de hombros anchos. Podría tratarse de un hombre, no obstante, lo perdí de nuevo al dar vuelta al final del corredor. Eché correr para alcanzarle, casi chocando contra la pared contigua si no me hubiese frenado con las manos

Bajé los escalones de madera oscura, llegando hasta el gran reloj que dividía ambas alas de la institución. Mire en todas direcciones, buscando algún movimiento que pudiera delatar su posición. Un golpe (o tal vez un tropiezo) contra una vasija al fondo a la izquierda me dio certeza, debía estar en el comedor.

En el espacio donde formábamos las filas para entrar al comedor, una de las macetas de porcelana de la entrada estaba recostada en la madera, las hojas artificiales aplastadas. Atravesé el marco y me detuve en medio de las mesas, justo debajo del enorme candelabro.

—Se que estás aquí —hablé con fuerza, sin importarme ser descubierta por los instructores que vigilaban la institución—. No tienes a dónde ir, ¡muéstrate!

No oía nada más allá de mí respiración agitada y las lágrimas nublaron mi vista.

—¡Cobarde! —grité. No hubo respuesta, pero tampoco esperaba una —. ¡Voy a hacerte pagar por lo que hiciste! —apreté los puños, sintiendo las uñas clavárseme en la piel —. Tú, mal…

Las luces del comedor se encendieron repentinamente, cegándome; en consecuencia, teniendo que parpadear varias veces para poder acostumbrarme al destello amarillento que había inundado el lugar. Giré la cabeza hacia la entrada y ahí vi a la subdirectora Barrowman (que aún llevaba puesto su traje) junto a dos instructores a su lado, con los brazos cruzados en la espalda.

Me limpié las lágrimas del rostro con el dorso de la mano, apartando la mirada.

—Joyce —escuché hablar a la subdirectora —. ¿Sabe qué hora es?

—No, subdirectora Barrowman —respondí, todavía sin mirarla.

—Es casi la una de la madrugada —anunció, sus tacones golpeando despacio el suelo mientras me rodeaba, examinando el lugar con la mirada —. ¿Qué haces aquí despierta a estas horas? ¿Y a quién le gritas…?

—Lo siento —interrumpí y no hubo más reprimendas.

La mujer de aquella rígida postura frenó a mi lado, su mano se posó en mi hombro con un suave apretón.

—Volvamos a tu cuarto, ¿de acuerdo? —sugirió, mostrando una sonrisa sin dientes —. Adelántate, te acompaño al pasillo.

Sin poner resistencia, regresé sobre mis pasos. La subdirectora echó un último vistazo a la oscuridad del fondo del comedor,  como si quisiese encontrar algo diferente en la soledad del lugar. Me abrí paso entre los instructores hacia la salida del comedor y ella se quedó frente a ellos.

—¿Cómo es posible que esa niña ande como si nada por la institución? Y más a estas horas —la escuché reprender a los instructores, su voz había perdido aquel tono carismático —. Quiere decir que si no lo veo yo en el monitor, ¿nadie más lo hace? Duermen todo el día solo para vigilar que cualquiera no rompa las reglas.



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En el texto hay: misterio, ficcion juvenil, apocalíptica

Editado: 18.03.2024

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