Invierno Eterno

Capítulo 08. Una locura mayor

Invierno Eterno

Por
WingzemonX & Denisse-chan

Capítulo 08.
Una locura mayor

La princesa Merida salió sigilosa de su cuarto, cuidando que no hubiera ningún guardia, sirvienta, hermano o madre al a vista. El moverse por esos pasillos sin ser detectada no era nada nuevo para ella; incluso ya tenía sus propios trucos para pasar desapercibida. Pero en esa ocasión la tenía un poco más fácil, pues el terreno en realidad se hallaba más despejado que de costumbre. La visita de los Lores y sus comitivas era ya demasiado, pero ahora de seguro todos en el castillo, por no decir en el pueblo entero, estaban bastante conmocionados por los otros sorprendentes e inesperados visitantes caídos del cielo; lo suficiente para no tener en la cabeza a la joven pelirroja, y para ella era mejor así.

Su objetivo era llegar hasta las caballerizas, donde estaba casi segura que habían colocado a los tres dragones que venían con los vikingos. ¿Dónde más podías meter a un dragón?; no tenían un sitio especialmente dedicado para algo así por esos lares. Y… ¿qué haría exactamente cuándo llegar hasta ellos? En realidad no tenía algo fijo en mente. No sabía siquiera si sería seguro acercarse a alguno de ellos, pero… ¿cómo no hacerlo?, ¡eran tres malditos dragones! Su madre misma lo había dicho antes de irse: era increíble el sólo hecho de que seres como esos existieran aún en ese mundo. No podía desaprovechar la oportunidad de verlos de cerca, pues realmente no sabía cuánto tiempo más estarían ahí.

Durante su trayecto, la joven princesa tuvo que esconderse en una habitación, fingir que era una estatua cuando una sirvienta pasaba por el pasillo, caminar con su espalda pegada a la pared, y ocultarse en el punto ciego de la pobre Maudie, que pasó cargando una torre de sabanas que le cubría toda la cara. Como esperaba, el tema de conversación de las pocas personas con las que se cruzaba, eran los tres vikingos. Llegó a estar a unos cuantos pasos de la cocina sin mayor contratiempo. Si salía por ahí, estaría prácticamente enfrente de las caballerizas. Sin embargo, antes de llegar a la cocina, se tuvo que ocultar detrás de un pilar y esperar a que dos guardias pasaran de largo.

—Juro que pensé que me comería vivo —comentaba uno de ellos, alarmado—. ¿Viste el tamaño de esos colmillos?

—Pero si no tenía ningún colmillo, tonto —le respondió el otro con tono burlón.

—Claro que sí.

—Qué no.

—¡Qué sí!

Ambos siguieron discutiendo y se alejaron caminando. Cuando ya sus voces no eran más que ecos lejanos, Merida salió de su escondite y caminó apresurada hacia la cocina; ya estaba muy cerca. Sin embargo, su emoción la traicionó, pues al dar vuelta rápidamente en la esquina su cuerpo se estrelló contra otro de gran tamaño, que además la hizo rebotar hacia atrás como una pelota.

—¡Ah! —Exclamó entre confundida y asustada, y un segundo después se encontraba en el suelo, golpeándose duro su trasero con éste—. ¡Auh!, ¡¿qué fue…?!

La princesa alzó molesta su rostro hacia el frente, lista para recriminarle al culpable de su obstrucción, olvidando un poco el hecho de que se suponía no quería que nadie la viera por ahí. Sin embargo, las ganas de recriminar, o siquiera hablar, se esfumaron cuando se dio cuenta de quién se encontraba delante de ella; o más bien quiénes…

Con lo que había chocado era con el enorme cuerpo de Gregor MacGuffin, que por algún motivo cargaba en sus brazos varios tubérculos; alrededor de quince, quizás. El muchacho rubio y alto la miraba con expresión algo perpleja, típica de él. Pero el joven MacGuffin no venía solo, pues a su diestra, unos pasos detrás, lo acompañaba Wee Dingwall, con su cara atolondrada y ojos perdidos que podrían estarla mirando a ella como a cualquier mosca que estuviera volando sobre su cabeza. Del lado contrario se hallaba Roderick Macintosh, quien sujetaba media papa en su mano derecha, mientras al parecer masticaba la otra mitad, y también la miraba algo extrañado.

Los hijos mayores de los tres Lores en persona; sus fieles prometidos… qué gozo era ver que de todas las personas con las que se podría haber cruzado, fueran justo ellos tres los elegidos.

—Hola chicos… —suspiró con molestia, alzando un poco el cuerpo para poder sobarse su adolorido trasero.

—¡Vaya!, pero si es la Princesa Merida —espetó el joven Macintosh con una alegría demasiado exagerada. Arrojó lo que quedaba de su papa al montón de tubérculos de Gregor, y avanzó con paso confiado hacia ella—. Al fin nos encontramos, majestad. Permítame…




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