Invisible Evidencia

Cuento (c) 2015 quinqui

El pueblo de Langosta envió una solicitud a la Gobernación Regional. El documento informaba la necesidad de instalar un cerco que rodeara el pueblo. El requerimiento era claro, pero asímismo muy extraño.

No fue sino por eso que la Gobernación decidió enviar a un encargado, para poder evaluar la situación en terreno: para que averiguara el por qué era necesario cerrar un pueblo completo.

 

Langosta era un pueblito pequeño y olvidado, no se sabía de él en las grandes ciudades, y no estaba incluído en los viajes turísticos de costumbre.

 

La persona asignada a la tarea de evaluar fue una mujer, joven, sin mayores pretensiones que hacer su trabajo, para poder, al término del mismo, regresar a su casa a seguir su vida como siempre.

 

Por supuesto, el pequeño pueblo de Langosta no representaba mayor problema: no quedaba lejos de la ciudad, y un transporte ya le había sido asignado esa misma mañana para llevarle sin demora.

 

Así partió Patricia, la joven funcionaria municipal, a cumplir su cometido.

 

Dicen que en las pequeñas cosas se encuentra la grandeza, y tal vez la gente que no busca, es la que generalmente encuentra.

 

Patricia arribó al punto en el que la señal en la carretera indicaba el camino rural que había que tomar para llegar a Langosta. El móvil la dejó allí: un personaje la esperaba en dicho lugar. Un langosteño, que la llevaría personalmente a conocer la situación. Sin hacerse mayores problemas, la mujer despidió al móvil municipal, y partió junto a su anfitrión en dirección del pueblito.

 

El camino era de tierra, y se encontraba rodeado a ambos lados por pircas de piedra grandes y ovaladas, coronadas de árboles achaparrados de espinos. Aunque podría haberse pensado que era un camino hostil entre tanta espina, las coloridas flores amarillas de estas plantas hacían lucir alegre el trayecto. Además, el día avanzaba lentamente, y la luz dorada del sol matutino se filtraba de forma hermosa entre la agreste floresta.

Patricia contemplaba este paisaje mientras caminaba, pero su sensibilidad era tan profunda como la de una piedra. Vivir en la ciudad lograba ello, sobre todo cuando el trabajo consumía todo el día, y lo único que quedaba por hacer en la vida era gastar el poco dinero ganado, en boberías como ir al cine o comprar una bonita blusa en la tienda del mall. No es que no encontrara belleza en lo que veía, pero había perdido (si es que alguna vez la tuvo) la capacidad de expresar maravilla o sonreír ante este tipo de bellezas que le ofrecía el lugar. Lo cierto es que en su mente ya había comenzado a trabajar: el cerco de piedra y espinas debía tener algo que ver con el cerco solicitado al municipio. Tal vez este cerco durara sólo la entrada al pueblo, pero luego no hubiere más, y quizás las personas del lugar querían permanecer aun más aislados de lo que estaban…

 

El anfitrión de Patricia era un hombre mayor, tranquilo, de rostro apacible y sonriente. No conversaba mucho, y sólo se limitaba a mostrarle el camino a la muchacha. Lo que ésta no notaba era que en verdad el hombre la observaba todo el tiempo. De algún modo, una sonrisa siempre se le escapaba de la boca cada vez la miraba. Pero no era un gesto de agrado o gusto personal. El hombre tenía claro quién era Patricia, de dónde venía y por lo tanto, cómo era. Sonreía porque sabía lo que venía y ansiaba gustoso ver cómo resultaría todo.

 

Entretanto, el cerco de pircas se acabó, y ambos caminantes salieron a un paraje de lomas muy sinuosas. Era imposible ver desde allí lo que había después de la loma más próxima, por lo que el hombre indicó a la joven una vieja y desvencijada carreta a un lado del camino.

La única reacción de Patricia fue levantar una ceja ante la posibilidad de viajar sobre tan rústico transporte, pero por supuesto, no hizo ningún otro gesto de molestia, y procedió a seguir a su anfitrión hasta el carruaje, subiendo al mismo con el mismo interés que había demostrado en todo en su vida.

 

Avanzaron por sobre las lomas un buen tiempo, y siempre que llegaba a la cima de una, Patricia descubría que no se podía ver más allá: una extraña y espesa bruma lo empañaba todo. Tal vez era efecto del calor, o por el contrario, era la niebla que llegaba desde el océano; pero fuera lo que fuera, pequeñas motas o partículas livianas parecían estar suspendidas en el aire. Seguramente eran las semillas de las plantas del lugar, pensaba Patricia.




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