Invocando traición.

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Las aguas termales eran una delicia. Allí la vegetación seguía siendo la misma millones años atrás cuando Aileen era una niña.

Nadaba lejos de su aldea donde sus hermanas no le decían que andar desnuda era impuro, que vagar por el bosque sola era peligroso y que verse a escondida con un elfo era incorrecto.

—Pareces un sueño.

Azar la abrazó con ternura, besando su hombro con dulzura, su aliento caliente provocando una oleada de sensaciones en ella. El deseo ardía entre ellos, intenso y palpable, mientras él la envolvía con la calidez de su cuerpo.

—¿Sueñas conmigo?

—Fantaseo contigo —aclaró el elfo. Pasando a besar su cuello y apretar sus pechos debajo del agua.

Azar soltó todo el aire que sus pulmones contenían.

—Me mata el que aun tenga que esperar otras treinta lunas para poder hacerte mía.

Su relación era un secreto prohibido, un delicado hilo tejido en medio de un conflicto antiguo. A pesar de los años de convivencia, nunca se había forjado una verdadera alianza entre elfos y ninfas; ambos pueblos se creían los dueños absolutos del bosque y ninguno estaba dispuesto a ceder.

Aileen y Azar no serían los primeros ni los últimos en huir de sus aldeas, pero sí los únicos que podrían escapar con vida, alejándose del bosque sin caer en las garras de su pueblo que los considerarían pecadores. Para lograrlo, debían ser astutos y discretos.

Pronto podrían estar lejos de donde su gente no los encuentre y separen por pecadores.

Azar miró los ojos grises de Aileen, su corazón latiendo con fuerza.

—Cuando estemos lejos de aquí, prométeme que nunca dejarás que nadie nos separe —dijo, tomando su mano con ternura—. Eres todo lo que tengo, y no puedo imaginar mi vida sin ti.

Aileen sonrió, sus ojos brillando con determinación.

—Lo prometo, Azar.

De pronto la tiembla empezó a temblar, las agua a sacudirse y para no correr riesgos ambos salieron los más rápido de la fosa.

Se vistieron mientras corrían lo más rápido que pudieron hasta el olivo milenario que dividía el bosque. Cogieron caminos diferentes. No era la primera vez. Esto ya había sucedido y las secuelas eran mucho peores.

La última vez, una de sus 50 hermanas encontró a Mireya, la madre de las ninfas, tirada en una roca más pálida que una nube y tardó todo un día en despertar.

Cuando Aileen llegó, la escena fue peor de lo que se imaginó: su madre desmayada, sus hermanas rodeándola intentando transmitir la poca energía que les quedaba para sanarla, en vano ya que la sangre de su boca no cesaba.

—¡NOO! —desgarró su garganta siendo la única de las ninfas en tomar a su madre en brazos.

—¡Aileen! —exigieron las demás. Ella la volteó y solo así, su madre pudo toser el líquido acumulado en su boca.

—¡Llevémosla a la cabaña! —ordenó Sahara, la mayor y futura líder si el estado de Mireya empeoraba.

Entre todas y con sumo cuidado, la acostaron en la sabana de algodón. La piel ya no se veía rosada, sino un gris preocupante.

—¡Algo se tiene que hacer! —se exaltó Aileen.

—Traigan jengibre, agua, hojas de...

—¡NO! —grito de nuevo, ya harta de las absurdas soluciones naturistas—. ¿Qué no la ven? ¡Está agonizando y esas inútiles infusiones no le hacen nada!

—¿Y qué esperas que hagamos? —cuestionó Paulina—. Nuestros poderes se debilitan cada día.

Era lo que faltaba, perder sus poderes.

Y la peor de las ideas se veía como su único recurso. Eso la hizo decidirse de una vez por todas.

—Iré a la aldea de gnomos.

Las ninfas abrieron la boca, horrorizadas.

—No puedes hablar en serio —exclamó otra.

—Ellos son sucios y traicioneros, Aileen —recordó Sahara—. Ellos no harán nada bueno por nuestra madre.

—Por ella no, pero si por el bosque —sentencio Aileen, segura—. Los elfos están igual de débiles.

—¿Y tú como...?

Quiso acusar Sahara y Aileen admitió su falta.

—¡Sí, sí, sí, me volví a ver con Azar! Eso no importa ahora. Nasthor está igual que nuestra madre, y sin ninfas ni elfos, los gnomos también desaparecerán, así que tendrán que ayudarnos les guste o no.

—Es una mala idea —volvió a insistir Sahara.

Aileen respiró profundo sabiendo que, dentro de todo el desespero, su hermana tenía razón.

—Pero es la única que tenemos.

Y sin perder más tiempo, la ninfa de cabello dorado se embargó rumbo a la aldea de gnomo, un lugar fétido que ni los escarabajos se atrevían a acercarse.

Eran enanos, gordos y repulsivos. Su labor no muy limpia pero necesaria para el equilibrio natural del bosque.

«Son mentirosos y traicioneros.» se repetía una y otra vez para no caer en alguna artimaña.

Su llegada a la aldea fueron chiflidos y halagos poco agradables. Evitó lo más posible no mirarlos, pero, aunque quisiera, al final tendría que recurrir a ellos para hablar con Gro, su líder.

El más mañoso y ambicioso que llegó al trono derramando su misma sangre.

—Hermosa, Paulina —saboreó el anciano con lascivia.

—Aileen —gruñó ella.

El viejo gnomo se ajustó los anteojos, enfocando su visión.

—Igual de hermosa y angelical —ni se preocupó en limpiarse la baba que escurría de su boca—. ¿A qué se debe este placer?

—El bosque agoniza —jadeó—. Los elfos están débiles, nosotras perdemos brillo y el bosque se seca. Es el tercer tembló esta semana.

—Es una lamentable época—Aileen sabía que más falso no podía ser—. Pero eso no explica tu presencia en mis tierras.

—Los gnomos son una raza antigua, mi abuela solía decir que eran diestros en la magia.

—¡Negra! —detalló Gro.

Aileen tragó pesado.

—Sí... y buscaba respuesta para acabar con la tempestad del caos.

—Acabarla no se puede, ninfa.

—¿Por qué?

—La enfermedad que plaga nuestros prados son por la venganza de Làmpades.

—¿Làmpades?

—Como ustedes: Ninfas. Ninfas que se revelaron y a quienes les negaron el perdón.




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