Capítulo 9
“Ojos cuyo amor anhelo
Porque alegra cuanto alcanza,
Ojos color de esperanza,
Con lejanías de cielo…”
Ojos verdes, Salvador Díaz Mirón.
Andamos por el sendero alumbrado solo por lámparas que penden de los árboles, una luz pobre que no hace mucha la diferencia con la noche oscura. Llevo a Marinel del brazo, indicando cuando hay una rama en el camino o la raíz de un árbol. Me ofrecí a llevarla cargada, pero ella se ofendió y se negó en rotundo. Era para ir más rápido, pero si a ella le molesta que lo mencione, no importa, me sacrifico a caminar por un camino poco iluminado con ella de mi brazo.
No es una mala idea, en realidad.
A medida que avanzamos, el sonido del agua corriendo se incrementa, haciéndome saber que estamos cerca de nuestro destino.
—¿Vas a ahogarme en el río? —pregunta, luego de unos minutos de silencio.
—Sí, puedo decir que fue un accidente, que resbalaste de la orilla.
Ella ríe por lo bajo.
—Buena idea.
—Rama —aviso y me detengo, esperando que alce la pierna lo suficiente para no tropezar con la rama. Ella lo hace.
—¿Te gustan los documentales de investigación? —pregunta, tomándome por sorpresa.
—Eh… Sí —confirmo, mi ceño fruncido—. ¿Cómo llegaste a esa conclusión?
—Tienes buenas ideas para esconder un crimen —ríe—, muy parecidas a las mías, en realidad. Me gustan esos documentales, creí que a ti también.
—Eres buena leyendo a la gente.
—Y eso que no veo.
Lo dice como chiste, pero admito que no sé qué decir ante ello. Es difícil bromear sobre algo así, nunca se sabe si estás ofendiendo a la persona o si es bien recibido el comentario. No había estado antes con alguien como Marinel por más que unos minutos, y no sé cómo actuar en torno a su ceguera.
—Ya casi llegamos —farfullo, mirando hacia adelante, al camino.
Ya veo la luz de la luna al final del sendero y el sonido del agua corriendo se ha hecho más fuerte.
—Oye, no hace falta ponerse serios —musita ella—, puedo hacer bromas sobre mi condición.
—Tú puedes hacerlo, pero yo no.
—¿Quién lo dice?
—Yo —me encojo de hombros, sin importarme que ella no pueda saber que hice el gesto—. No sabría si estoy cruzando una línea y ofendiéndote o si también te da risa lo que digo. Así que lo siento, pero no estoy entrenado en esto de las bromas a una persona que no puede ver.
—¿Y sí lo estás con aquellos que no oyen?
—Es diferente —sonrío—, ellos no podrán oír lo que diga.
Suelta una carcajada que se oye por encima del ruido del agua.
Llegamos al final del sendero y la brisa del río nos da en la cara. A ella le aparta de una forma encantadora el cabello de la cara, si le hago una foto la tomarían como una modelo.
—¿Me trajiste al río?
—No al mismo lugar en que estuvimos ayer —aclaro—. Esta parte del río está alejada de esa y no se puede entrar en él, las aguas rápidas te arrastrarían hasta la cascada al final de la montaña.
Cierra los ojos y respira profundo, soltando el aire por la boca.
—Ah, el aire en medio de la naturaleza parece limpiar los pulmones.
Tomo su mano de nuevo y la guío hasta un tronco caído en el que podemos sentarnos. Una vez ella está segura, me siento a su lado.
—¿Te gusta aquí?
Asiente.
—Sí, se siente pacífico. —Se arrima más cerca de mí y apoya su hombro del mío—. ¿Cómo sabes de este lugar?
—Me gusta recorrer el bosque, lo hago con mis amigos en cada verano. —Rodeo sus hombros con mi brazo y miro al frente, evitando mirar su cara por mucho tiempo—. Un día, cuando estaba en secundaria, me enojé con ellos porque prefirieron ir a un partido de fútbol que pasar el rato en una cascada que está un kilómetro por delante, pero me perdí y llegué aquí. Me quedé sentado en este tronco por unas horas, tomándome las cosas con calma antes de empezar a buscar el camino de regreso. Me gustó estar aquí, así que cuando me fui, dejé marcas en los árboles para poder regresar. Las marcas me ayudaron no solo a regresar, sino a evitar dar vueltas en el mismo lugar. Cuando me di cuenta, estaba en el claro. De allí sabía el camino a casa, y también sabía el camino de regreso. El sendero está marcado, pero a nadie le gusta venir aquí, no sé por qué. Mejor para mí. Este lugar es solo mío. —Bajo la vista hacia ella y acerco mi boca a su oído—. Y tuyo, si así lo quieres.
Ella sonríe, encogiéndose cuando mi aliento le hace cosquillas.
—No puedo venir aquí sin alguien que me dirija, no puedo tomarlo como mío.
—Puedes si vienes conmigo —propongo y su sonrisa agranda.