Grecia, Atenas.
(14 de octubre de 2015)
Las viejas y agrietadas calles de Atenas se encontraban solitarias bajo la tenue luz que nos regalaba la inigualable luna de otoño, nada parecido a los paisajes que creaban las que se podían presenciar en invierno, destellantes cual rayo cegador, llenas de vida; pero aún así, me parecía hermosa.
Desde niña, desarrollé la costumbre de observar el intrigante e infinito cielo nocturno junto a mi hermana mayor. Solíamos salir por la ventana de mi habitación y sentarnos en el tejado a admirar las estrellas y formas que éstas mismas adquirían. Era extraño, y en innumerables ocasiones tuvimos problemas con nuestra madre por ello, sin embargo, nos resultaba tan fascinante la belleza que Nyx nos ofrecía, que acabábamos haciéndolo a escondidas.
Recordaba una canción que Hesper me cantaba, su nombre era "Regalo de Luna", un antiguo cuento que relataba la aparición de la diosa en Hydra —isla griega del Golfo Sarónico de Grecia, al sur de Atenas—, y cómo se encontró con un joven llamado Admes que, por lo que se decía, era todo un adonis. El nombre de la misma se obtuvo gracias a que Nyx y Admes se enamoraron, concibiendo como fruto de ese amor, a una bebé llamada Isadora.
La verdad es que siempre me llamó la atención algo particular en esa historia, tal vez era el sentimiento entre ambos que se podía percibir, o tal vez era que cada vez que la rememoraba, me preguntaba qué había pasado con la pequeña, aunque no me decidí jamás a investigarlo. Mientras yo creaba hechos disparatados en mi mente, Hesper leía y leía cientos de libros sobre mitología; decía que cuando descubriera la verdad, tendría que admitir que ella siempre tuvo razón en cuanto a los dioses...
Durante ese tiempo estuve tan sumergida en mis pensamientos, que no me había dado cuenta de que mi celular estaba vibrando sobre la madera de mi escritorio. Suspirando, me obligué a levantarme de la cama, y justo cuando estaba a punto de tomar el aparato, éste detuvo su acción y la pantalla se iluminó notificando la llegada de un nuevo mensaje de texto:
"¿Vendrás esta noche? –H"
No evité sonreír y teclear una respuesta lo más rápido que pude:
"Claro, estaré allí a las 11:30. –I"
Helen Kokinos era mi mejor amiga desde que tenía memoria, fuimos vecinas hasta que su mamá fue transferida al otro extremo de la ciudad hacía casi tres años. Sin embargo, eso no era un impedimento para nosotras; de hecho, ese lazo invisible que nos unía se había vuelto, con el transcurso del tiempo, mucho más fuerte.
Cada semana nos reuníamos en una casita abandonada que ella misma descubrió años atrás, cuando en un ataque de rabia quiso escapar de su casa. Helen tenía problemas con sus padres —bastantes en realidad—, y aunque siempre decía que eso no la amedrentaba, yo entendía que no era así; sabía que se sentía sola, enojada e, incluso, deprimida. Hubo innumerables situaciones en las que intenté hacerla hablar, pero jamás lo logré, ella se cerraba en sí y prefería cambiar de tema. Para mí era triste verla de esa manera, por lo general era una persona alegre y extrovertida, llamaba la atención de todos, y debo admitir que siempre la admiré por ello.
—Io, cielo, ¿qué haces? —La suave voz de mi madre resonó, estremeciéndome por completo—. Llevo un rato llamándote para que bajes a cenar.
Me volteé en dirección a ella y le sonreí. Sus ojos, entre azules y verdes, me miraron con parsimonia, entrando por completo a la estancia. Mi madre fue de ese tipo de personas que era casi imposible hacer enojar, se mostraba compresiva y sincera conmigo casi siempre, y me alentaba a participar en locuras que, por mi cuenta, no se me hubieran ocurrido. Teníamos un lazo inquebrantable; tanto, que a pesar de todo, parece que sigue presente todo el tiempo.
—Me alistaré para ver a Helen, ¿está bien?
—Claro que sí, cariño. —Se acercó y depositó un beso en mi frente—. Pórtate bien, ¿eh? Y no quiero que estés sola por ahí tan tarde.
Luego de asegurarle que estaría bien y que no debía preocuparse, miré la hora y comencé a alistarme. Me causaba ilusión ver a mi mejor amiga, hacía casi dos semanas desde que no lo hacíamos y necesitaba uno de esos abrazos que sólo ella podía darme.
Al bajar del taxi, dieciocho minutos después, me topé con el brillante letrero de mi cafetería favorita, Mr. Peacock, ubicada en Chalandri, uno de los lugares más prudentes de la ciudad. La visión de aquellas calles despojadas y clima fresco y lluvioso, hacía que me trasladara a otra dimensión, una más relajada, donde podía tomar todos los cafés que se me antojaran y dormir todas las siestas posibles. Parecían no existir preocupaciones.
Estuve unos instantes apreciando la tranquilidad del lugar antes de disponerme a comprar dos cafés con leche y seguir con mi recorrido. Caminé dos cuadras más hasta que me topé con la urbanización más desolada y escondida. Llegué a lo último y, al encontrarme frente a la casa, la detallé expectante.