Diario de Altaír.
Grecia, Salónica
(24 de diciembre de 1997)
El frío de invierno se colaba a través de mis prendas mientras caminaba sin rumbo fijo por las calles de Salónica, tenía las manos metidas en los bolsillos de la chaqueta en un intento en vano por apaciguar la frialdad que las envolvía. Estuve andando durante treinta minutos aproximadamente, solo observando lo que estaba a mí alrededor.
Las cosas habían cambiado desde la última vez que fui, pero no me extrañaba mucho, había sido hacía muchísimo tiempo, durante el imperio Romano —390 a.C. —, cuando el emperador Teosiodo I tomó coacción contra los habitantes de la ciudad que se sublevaron. Alrededor de siete mil personas murieron que, en lo que a mí respecta, fue una total y completa pérdida de tiempo y esfuerzo.
Vi durante décadas cómo la humanidad avanzaba en muchos aspectos, pero a pesar de todas las proezas que lograron y las virtudes que poseían, seguían añadiendo cada vez más defectos a su raza.
No decía que nosotros fuésemos perfectos. De hecho, estábamos muy lejos de serlo, sin embargo carecíamos de afecto, del sentimiento de amar; y, esa era una de las más grandes imperfecciones del ser humano para mí: matan y destruyen por amor... Tampoco decía que no creía en él, pero de donde venía, nadie era fiel, nadie amaba incondicionalmente y nadie era desinteresado. Y con el transcurso del tiempo, comencé a creer que ese era nuestro fuerte, que la mayoría solo veía por sus intereses, sin preocuparse por nadie, todo lo contrario a los mortales.
¿Por qué se aferraban tanto? No lo comprendía. Tal vez se debía a que sus vidas eran limitadas, pero de todos modos, no tenía sentido, se suponía que la vida se trataba de eso: de conocer personas, perderlas y luego conocer nuevas.
Llevaba años intentando descifrar por qué todos parecían tener afectividad, inclusive los míos aunque fuera fingida. Yo no gozaba de mentirle a los demás, mucho menos a mí mismo, consideraba que no valía la pena mantener algo así sí al final no iba a significar nada. Si al final me iba a sentir igual de vacío.
Era dudoso eso de la amistad también, porque sí, tenía amigos, muchos en realidad; pero dudaba que de esos cientos, alguno de verdad me apreciara. Era extraño estar rodeado de tantos y sentirse tan solo... No obstante, sabía que esa sensación nunca se iría; nací así, vivía así y así tendría que hacerlo por el resto de la eternidad.
Suspiré, dándome cuenta de en dónde me encontraba. Las callejuelas del barrio turco se notaban desgastadas y antiguas; éstas, más las pequeñas casitas pintorescas, eran lo único que prevalecía de la Tesalónica del siglo XIX. Sin duda alguna, era de las zonas más bonitas del lugar —y mi favorita—, desde allí había una increíble vista de la ciudad moderna y del golfo Termaico.
Me senté en una de las murallas cuando los copos de nieve comenzaron a caer del cielo, brindándome cierta paz que desde hacía mucho, no había sentido. Me permití, por un momento, cerrar los ojos y pensar en lo mucho que deseaba que mi vida fuera diferente. Desde que era un niño soñaba con crecer y convertirme en el mejor guerrero del Olimpo, pues siempre tuve la esperanza de que si lo lograba, mi padre por fin estaría orgulloso de mí. Pero a pesar de todas las lágrimas, sangre y sudor que derramé; de todos los sacrificios y el esfuerzo que hice, a él, no le importó.
Después de todo, ¿qué podía esperar de alguien como él? De Ares, el poderoso dios de la Guerra, quien nunca perdía una batalla: el grande y magnifico dios que todo lo podía. No, por supuesto que él jamás se enorgullecería por sus hijos, era muy poca cosa para alguien tan digno de lo inimaginable.
Aunque, ante los ojos de los demás, no era lo mismo. Más bien, era considerado como el símbolo de la brutalidad y la violencia, cosa que no me asombraba, pues era exactamente eso: implacable, cruel, malhumorado y estricto. Mientras que Niké —mi madre—, era justa, protectora y sabia, ella siempre supo darme un poco de su cariño.
Una suave brisa helada me dio en el rostro, haciéndome abrir los parpados y respirar hondo. Un olor a manzanilla inundaba el espacio abierto, como si estuviera muy cerca de mí, a escasos centímetros de mi rostro. Podía sentirlo en la piel, rozándome la nariz, los labios, los ojos... Sentía una familiaridad en el aroma que me resultaba extraña, era como la esencia misma de lo más puro y bello.
Eso me recordó por un momento a aquella mortal que yacía sobre el prado de girasoles, durante aquella tarde de primavera en las afueras de Atenas. Era la joven más hermosa que había visto, con el cabello azafranado y ojos azules destellantes que contrastaban con el cielo; ella se veía tan pacifica y despreocupada, como si el mundo fuera suyo y pudiera hacer lo que quisiese. Ese olor, el que desprendía cada partícula de su piel blanquecina, era exactamente el mismo.