Ya habían pasado exactamente diez días. Diez días de estar en Chicago. Diez días desde que Anieli llegó a mi vida. Diez días desde que dejé Atenas y todo lo que amaba, convirtiéndose mi vida en un completo caos. El trascurrir del tiempo no me ayudaba, me descolocaba más de la realidad, me hacía sentir diferente y deprimida, envuelta en una red de mentiras y fantasía que no gozaba. Y a pesar de que no me encontraba sola haciéndole frente a la situación, así me sentía. Totalmente sola.
Estaba en la sala de estar del amplio departamento, de pie, observando por el amplio ventanal el vaivén de la ajetreada ciudad. Veía a personas calmadas entre la multitud, era difícil no hacerlo porque se movían lento y desgarbados, como si tuvieran el tiempo en sus manos, sin temor a lo que fuese a pasar, relajados. Había otras hablando por teléfono, cruzando la calle, corriendo y empujando a quien se le atravesara, preocupados por sus trabajos y siempre mirando la hora en su reloj de muñeca. Solía soñar con graduarme, ir a la universidad, conseguir un empleo y establecerme, casarme, tener hijos y envejecer feliz; sin embargo, todo eso, justo en ese momento, se apreciaba tan lejano e inconcluso que me daban ganas de llorar por la frustración.
El asunto de los dioses era abrumador y confuso, no lo captaba, solo era una mancha amorfa y oscura que se negaba a darse sentido. Aunque tampoco era como si hubiese preguntado después de lo que me enteré días atrás, pues sin importar los infinitos espacios en blanco que poseía mi mente, el miedo era mayor.
Altaír y Anieli siempre estaban a mi alrededor, preocupándose por mi salud física y mental, pero incluso así, parecían tan ausentes y ensimismados en sus cosas. No manteníamos conversaciones normales, hacía unos tres o cuatro días que la tensión comenzó a palparse en el aire, pudiendo ser cortada con un cuchillo de lo espesa que era.
—Io, por favor, aléjate de la ventana —musitó, severo desde su asiento en la cocina. Era así constantemente, una sobre protección irritante y exagerada que me daban ganas de golpearlo hasta que dejara de tratarme como una maldita niña pequeña.
—Tienes razón, alguien podría verme y atacarme con sus súper poderes —refunfuñé y me senté en el sofá, cruzándome de brazos.
Sus ojos blanquecinos dieron con los míos, fríos y serios, con una leve expresión cansada surcando en su rostro.
— ¿Quisieras dejar de compórtate como una bebé?
—Por supuesto, cuando tú dejes de tratarme como tal. —Su mandíbula se tensó tanto, que pensé que iba a romperse en millones de pedazos.
—No me hagas perder la paciencia, Io —suspiró, cerrando lentamente el libro frente a él. No sabía a qué se refería exactamente con esas palabras, ¿acaso se iría y me dejaría sola? No lo creía.
— ¿O qué? —Lo reté, sintiendo el calor de la ira subir por mi cuerpo—. Dime, Anieli, ¿qué vas a hacer?
—Io...
— ¿Sabes qué?, mejor me voy a pasear un rato por ahí, necesito pensar. —Me levanté, caminé hasta el armario ubicado a la izquierda de la puerta de entrada y tomé una chaqueta de cuero que adquirí gracias al ojiverde.
—Altaír te va a acompañar.
Hice caso omiso a lo que dijo, salí tan rápido como pude y fui escaleras abajo hasta encontrarme fuera del enorme edificio. Me dirigí en dirección puesta a la que concurría; no quería que fueran a seguirme, mucho menos a hallarme, estaba molesta y frustrada por la actitud que ambos tomaron. A medida que iba andando, volteaba para asegurarme de que no estaban en la distancia.
Suspiré y procuré relajarme, disfrutando del fresco y distinto ambiente que tenía la oportunidad de conocer. Pensaba —a pesar de que no quería— en lo recientemente descubierto, en besos y pesadillas que no paraban de reproducirse en mi mente. No se me antojaba seguir cavilando en ello, así que alejé los recuerdos tortuosos y comencé a preparar una lista mental para cuando regresara a casa.
*Terminar el proyecto de química.
*Recompensar a Helen por haber desaparecido, incluso si ella no lo sabe.
*Ir a fiestas y divertirme, gozar de mi juventud de forma sana y normal.
*Dejar de hacer estúpidas listas, son ridículas.
*Voltearme y averiguar quién me está siguiendo.
Disminuí mi paso con cautela, tratando de parecer lo más calmada y absorta posible. Crucé la calle cuando la luz dio verde y me adentré en el primer establecimiento que vi. Mi corazón latía con frenesí, golpeando la cavidad en donde se encontraba con desesperación y miedo arraigado a cada vena que transportaba mi sangre. Avanzaba por las secciones de la librería, viendo de soslayo a la gente tomar productos de los estantes, libros y cajas de colores, desconocidos a la lo que estaba ocurriendo.
Su presencia picaba en la punta de mis dedos y el olor a tierra mojada inundaba mis fosas nasales; cada vez lo sentía más cerca y no advertía cómo, simplemente las fibras de mi cuerpo me daban una señal, lo que era totalmente pérfido y tétrico. Creía que se trataba de algún ser inmortal con intensiones de dañarme, de asesinarme...