—Entonces, ¿cómo haces eso? —Le pregunté, nuevamente. Durante ese lapso de tiempo estuve tan absorta admirando sus rosáceos —y hermosos— labios que no le presté atención a lo que me estaba diciendo.
—Tienes que concentrarte en el fuego —explicó, mirándome a los ojos—, decirle a tú mente qué quieres hacer, ya sea que quieras aparecerlo en tú mano o en alguna parte de tu cuerpo.
— ¿Eso es todo? —Era bastante intrigante y fascinante la forma en la que podía producir fuego con sus manos y extenderlo por su anatomía. Un poco escalofriante también, pero no me asustaba. Sabía que podía confiar en él.
Asintió, enrodando nuestras extremidades, estudiándolas con calma. Su piel se sentía caliente, la temperatura sobrepasara el nivel con el que normalmente se mantenía, causándome una sensación de puro placer arraigarse a mis poros.
—Es algo fácil, pero requiere de mucha concentración.
—Es interesante —murmuré, deslizando mis yemas por el contorno de una vena que sobresalía de sus fuertes brazos—. ¿Crees que yo tenga algún poder?
—No lo sé, pero podemos averiguarlo.
Arqueé una ceja y dije—. ¿Cómo? Anieli no tiene tiempo para eso.
—Yo sí. —Estiró su mano hasta mis mejillas y comenzó a trazar suaves caricias, enterneciéndome por dentro, derritiéndome el corazón.
Mi primordial pensamiento en ese momento —aparte del que se relacionaba con Altaír— era Moros. Estaba impasible, desesperada, urgente por saber qué sucedió con él, por qué no me había matado y si esa no era la razón de su visita, ¿cuál era? Dios, me sentía tan fuera de lugar y desconcertada. No comprendía la situación, tenía millones de cuestiones en mi mente y ninguna parecía poder ser respondida. Menos por ellos dos que, evidentemente, no deseaban comentarme nada.
Una punzada de dolor me recorrió el pecho, agobiándome, provocándome pánico al caer en cuenta de la resolución relevante que se estaba presentando. Debía indagar, necesitaba hacerlo antes de que el desasosiego me consumiera por completo.
—Al —lo llamé—. Sí Nyx sabe que estamos aquí, ¿por qué nos quedamos?
—Ella no se acercará a ti, tenemos todo bajo control —respondió, logrando que el temor taladrara más profundo—. No te preocupes, cariño.
— ¿Qué pasó con Moros —El rizado se tensó por completo, sus ojos destellaron con rabia y odio al mismo tiempo en el que su mandíbula se apretó—. Al...
— ¿Por qué lo preguntas? Ya te dije que no tienes de qué preocuparte.
En cierto modo, eso me molestó más de lo que me tranquilizó. Ellos nunca me decían nada de lo que planeaban o pasaba y eso era verdaderamente frustrante, rayando en lo estúpido. Era mi vida. Mía. Tenía el derecho de saberlo, de estar al tanto de cada movimiento para intentar ayudarlos. Pero no, preferían que fuera ignorante, una ilusa en medio del caos.
—Dime qué fue lo que pasó con él, Altaír —traté de sonar lo más tranquila posible, poniendo mis sentimientos por él sobre mi enojo—. No puedes seguir ocultándome cosas.
—Lo siento mucho, Io.
— ¿Eso quiere decir que no me dirás? —Quise ocultar la decepción de mi voz, pero se me hizo irrealizable, estaba al borde de la impotencia. Negó levemente, desviando su vista esmeralda hacia la pared—. Bien.
Me levanté y salí de la habitación, dando un portazo. Sentía cómo la furia invadía mi cuerpo pausa y tortuosamente junto a un montón de emociones que me hervían la sangre. Era increíble que, después de todo lo que había pasado, siguiera con esa desconfianza hacia mí.
Estaba tan cansada, ya no podía seguir ahí, en ese lugar tan caótico y pérfido, me enfermaba. Lo único que anhelaba era que terminara, poder ir a mi casa, asistir a la escuela, ver a Helen y a mi madre y, por sobre todo, volver a mi monótona y patética vida de humana porque yo no formaba parte, no era ni parecida a ninguno de ellos... Yo, era buena persona, me había esforzado desde que tuve uso de razón para serlo, se suponía que demostraría que a las personas que obra bien, les va bien. Pero eso ya no importaba. Era mierda. Pura y completa mierda.
Anieli se hallaba en la cocina, sentado frente a la barra de granito leyendo lo que lucía como un diario antiguo mientras presionaba de forma impaciente —y algo irritante— el botón de un lapicero. Sus facciones se notan inquietas, incluso enojadas. Sus ojos se movían rápidamente, ansiosos, casi iracundos, manifestando prisa en el tono azulado. Su piel estaba más pálida de lo norma, por poco podía ser como la de su cabello, lucía triste al observar el contraste que hacía con su aura grisácea. Concentración en su lectura era, básicamente, lo que desprendía.
Me acerqué, le arrebaté el libro y lo cerré, sintiendo fluir a borbotones la cólera de mis poros, no pude evitar lanzarlo lejos. Su vista se posó en la mía, su ceño fruncido resplandecía, profundo, confundido, a punto de replicarme.