Isadora

Capítulo XX: Navy Pear

ANIELI.

Desperté con un ligero martilleo del lado izquierdo de la cabeza, tenía dolor de estómago y náuseas. Muchas náuseas. No sabía en qué momento me había desmayado ni cómo fue que dejé que Io me absorbiera la energía, lo único que podía recordar era haber visto una joven pelirroja hablar con mi madre, ambas parecían molestas, apunto de explotar. No entendía que tenía eso de relevante, pero sentía que lo era con cada fibra de mí ser.

Me levanté del mullido colchón y pude jurar que estaba a punto de morir. Mis extremidades pesaban, mis pies dolían y mis músculos gritaban con cada movimiento leve que hacía. Me sentía lánguido y amargado, un poco atontado y fuera de mí; era como sí hubiera estado en una dimensión totalmente distinta y me hallara viéndolo todo a través de un túnel oscuro y lo odiaba. No me agradaba estar tan débil. Me daba impotencia. Una con la cual no sabía lidiar adecuadamente.

Cuando estuve dentro del pequeño compartimiento forrado con azulejos y baldosas costosas, me observé en el espejo con detenimiento: mi piel lucía más pálida, mis labios tenían un tenue tono violáceo y mis ojos estaban apagados, vacíos, como si hubieran robado lo que los hacía brillar. Metí las manos en el chorro de agua fría y remojé mi rostro, vertiendo un poco de jabón sobre mis pómulos y frente en un intento por quitar la sensación tan pegajosa y asquerosa que me bañaba el cuerpo. No funcionó. No lograba concentrarme en nada más que no fuera ese escozor en el pecho, era inquietante, invasivo, casi insoportable. Al cabo de unos segundos, nada cambiaba, no se apaciguaba y no advertía qué hacer para sentirme mejor.

Mientras caminaba lentamente por el pasillo hacia las escaleras, sentí un cosquilleo en las palmas de mis manos y un pitido molesto comenzar a invadir mi canal auditivo, mareándome. Fruncí el ceño, procurando abstraerme, tenía la sensación de que no era la primera vez que sentía algo así y no me gustaba. Trataba de concentrarme, pero me resultaba imposible sin que mis neuronas se quejaran. Antes, ni siquiera había experimentado malestar o algún tipo de dolor que no fuera artificial, estaba acostumbrado a causarlo, no a vivirlo.

Una oleada de aire helado me azotó abruptamente y empecé a temblar: mis entrañas se retorcieron con tanta agresividad que de no haber sido porque tenía aguante, hubiera vomitado ahí mismo. Mis manos se entumecieron, el aleteo llegó hasta mi muñeca y se extendió por el resto de mi anatomía a través de una fina vena que estaba a nada de explotar. Entonces mi mente dejó de funcionar y mi vista se nubló, no advertía nada que no fuera cómo poco a poco el ambiente se tornaba denso. 

Sí, la tortura que pasé no fue agraciada, se sentía como la puta madre calando por mis huesos.

Un escalofrío me recorrió la espalda y los recuerdos se hicieron presentes, uno a uno, desgarrando los tejidos que conformaban mi aura grisácea, destrozándome. Era ella... Ella quería verme y lo conseguiría porque seguiría torturándome hasta que accediera. 

Apreté la mandíbula, y con toda la fuerza que tenía, me dirigí hasta la habitación, me puse un suéter y unos zapatos, poco me importaba lo demás, necesitaba salir de allí. Así que me escabullí apresuradamente del edificio y caminé todo el trayecto hasta la biblioteca, pensando en todas las cosas que podrían ir mal en cuanto entrase a aquel espeluznante lugar.

Usar mis poderes no estaba en disputa, la debilidad se expandía desde mi núcleo y no podía hacer mucho para atrasarla durante más tiempo; me asfixiaba sin mi aura, era como si me estuvieran encajando un cuchillo lentamente en el corazón, me dejaba sin aliento. Para nosotros era vital esa energía a nuestro alrededor, mientras más vehemencia tuviera, mejor. Los colores eran parte de nuestra característica, dependían de la luminosidad de la proveníamos. Yo, una deidad oscura, poseía un tono opaco, azaroso, con una ligera fragancia a ceniza, a quemado. Esa era mi esencia, la que sólo los nuestros podían arrebatarse entre sí.

Al llegar, pude palpar casi de inmediato —debido a mi debilitación— el hálito anormal que violentaba el lugar, oscura, penetrante y pesada; justo como ella, quizás un poco como la mía. Me alargué hasta la entrada y empujé la enorme puerta de madera. Dentro la decoración no era la típica que debería tener una biblioteca: era más como una cueva, llena de piedras, flores marchitas y olor a humedad. El espacio era enorme, bastante, tuve que caminar unos metros para encontrarme con una mesita brillante, donde descansaba un frasco lleno de humo gris. No era mi aura, pero si era una, nueva, desconocida.

— ¡Hijo mío!, ¡pensé que no llegarías! —Su rostro tenía una engreída y macabra sonrisa dibujada, sus pupilas estaban dilatadas y sus blanquecinos ojos se veían tan vacíos e indiferentes que por un momento sentí tristeza. Tristeza porque sabía que ella no era así. Sabía que, en el fondo, muy escondida, estaba esa madre tan buena y bondadosa que solía ser. Esa que con los años se fue desvaneciendo entre el poder.



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Editado: 26.02.2018

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