Isadora

Capítulo XXIII: Opciones

—Necesitamos opciones —musitó Moros—. Todos sabemos por qué está ocurriendo, somos capaces de enfrentarlo y aún así estamos aquí sin movernos.

—No es tan simple pero es cierto —concordó Atenea—. Su condición no es como la nuestra, ella es humana y no se curará. Necesita liberar esa energía... Será grave si seguimos prolongándolo.

Me giré hacia el rubio, cuestionándolo, y él sólo agachó la cabeza en respuesta. Más secretos, eso quiso decir Atenea. Ella era la única honesta, enfrentaba la situación con la cabeza en alto y me brindó lo que necesitaba para despertar de esa fantasía en la que Altaír y Anieli se encargaron de resguardarme.

—Tienes razón. —Altaír mantenía su compostura, pero en el brillo de sus ojos se podía apreciar la mezcla de emociones: de angustia y miedo—. Debemos comenzar con el entrenamiento.

—Creo que la mejor opción ahora es irnos, permanecer aquí es muy arriesgado —intervino Eros—. Podemos ir a Catania, tengo una casa allí con el suficiente espacio para entrenarla y está cerca de las costas de Grecia.

La idea me agradaba porque, por más que me sintiera poderosa envuelta en el frío, estaba cansada de usar chaquetas enormes y botas; quería percibir la calidez del sol en mi piel y la brisa salada del mar. Comodidad, familiaridad y paz era lo que necesitaba. Ansiaba con desesperación, poder relajarme aunque sea por un segundo.

El silencio pensativo llegó, Anieli y Altaír se miraron mientras que me yo trataba de ignorar el resto, solo me dediqué a analizar las puntas de mi largo cabello negro. Con el transcurso de los segundos sentí la atención de Moros sobre mí, sus ojos azules eran penetrantes y estaba segura de que leía mi mente, era fácil notarlo. 

Me removí incómoda, tratando de desviar mis pensamientos. Seguía sin entender el porqué alguien como él estaba interesado en mí, una simple mortal que quizás no sobreviviría ante las garras del destino. Aunque, para ser honesta, no me lo tragaba por completo, me habían explicado su mundo y siempre destacaron que en muchos casos no era amor, sino posesividad, obsesión. Y por la forma en la que me miraba, era evidente que se trataba de eso.

No me dejaba amedrentar, sin embargo. Sí él quería ayudar, valía más tenerlo como aliado que como enemigo.

—De acuerdo —dijo—. Nos iremos por la mañana.

No objeté, esperé a que el ambiente tenso cesara y me levanté, eran las tres de la madrugada y debía descansar un poco, prepararme psicológicamente para el viaje. Anieli me siguió, su distancia era corta y parecía desear eliminarla aún más, no advertía si era por querer redimirse ante sus mentiras, por su desaparición o simplemente, consolarme, pero no estaba dispuesta a averiguarlo, quería a todos lejos de mí.

Mi mano se enrolló en la perilla fría, la giré y antes de entrar, me volteé para encararlo. Sus ojos se veían iguales a los míos, eran transparentes y brillantes, desprendía una energía maquiavélica, era oscuro y muy intimidante, todo lo contrario a sus facciones inseguras, cargadas de culpa y preocupación, incluso tristeza.

—Io... lo lamento, hermosa. —Asentí, desviando mi vista de su cuerpo a la alfombra oscura que tapizaba el suelo—. Sé que te he mentido mucho, y que no merezco más oportunidades de las que me has dado, pero te prometí hacer lo mejor por tú bienestar, me esfuerzo cada día por ello.

—Por Dios —suspiré, cansada—. Yo no te estoy reclamando nada...

—Mentalmente sí.

Arqueé una ceja, sonriendo. Eran tan descarados, y a mí en realidad ya no me importa; acepté que estando rodeada de ellos nunca tendría normalidad en mi vida incluso si lograba salvarme. Yo siempre sería una especie de semidiosa. Y ellos siempre serían dioses. 

—Ya no hay nada qué hacer al respecto —dije—. Olvídalo, déjame dormir y estaremos bien.

— ¿Segura? —Asentí—. Bien, entonces nos veremos más tarde, pequeña.

—Descansa...

—Te quiero.

Lo miré, entre atónita y enternecida. Para entonces, nadie a parte de mi madre, Helen y Hesper me había dicho esas palabras, y que Anieli se haya manifestado tan abiertamente, con esa confianza y ese atisbo de felicidad en su rostro, me derritió el corazón.

—Yo también te quiero —respondí, abrazándolo. Una de sus manos se posicionó en mi cintura mientras la otra viajó hasta mi cabello, lo acarició. Todo se sintió mejor de repente, no necesité de familiaridad ni comodidad para estar en paz—. Nos vemos.

Una vez en la habitación, las lágrimas amenazaron con abandonarme. Todo era tan abrumador, tan intenso y confuso... Mi vida se estaba desmoronando, se resbalaba por entre mis dedos y el amor que recibía de ambos parecía suficiente para mantenerme sujeta a la esperanza. ¿En qué momento me convertí en alguien que sólo lloraba y se aferraba a lo que se sentía bien sin hacer nada? Ni siquiera quería la respuesta, era patético.



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Editado: 26.02.2018

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