Los colores del cielo se mezclaban entre sí generando un hermoso tono azafranado mientras que el sol se ocultaba tras las cristalinas aguas de la costa Siciliana. Afuera las personas se tomaban fotos, reían y se deleitaban con la artesanía popular, con la música suave que inundaba las calles y el olor atrayente de la comida mediterránea. Era un ambiente mágico, no por lo que podía ver a través de la ventana, sino por el velo pastoso y poderoso que lograba palpar con la punta de mis dedos.
Altaír y yo tomamos un vuelo como personas normales hasta Italia después de una larga y muy complicada conversación con Anieli, quien prefirió irse con los otros a su manera para revisar el perímetro y asegurarse de que estuviéramos fuera de peligro. Tardamos once horas en llegar a Venecia y dos en conseguir los boletos de tren hasta Catania. Fue duro, agotador y bastante abrumador todo el procedimiento, pero no me arrepentía.
El vaivén apresurado de la gente, el ruido en la estación y aeropuerto, los cambios de temperatura e inclusive los aromas extraños, me ayudaron a olvidarme por unos momentos de todo. Dejé de ser la semi-diosa temerosa por lo que fuera a deparar su destino para convertirme en la chica que iba de la mano de un adonis griego de ojos esmeraldas y labios rosáceos. Fue genial.
Sentía la mirada del ojiverde sobre mí, era perforante y al mismo tiempo me hacía estar embelesada, envuelta en ese mar de sensaciones nuevas que despertaba en mi interior. En ese tiempo que pasé con él sonreí, me enojé y me enamoré un poco más con cada acción; era caballeroso y atento, eso me gustaba, sí, pero el problema era cuando cruzaba la línea y se volvía celoso, sobreprotector y gruñón.
Aunque, debo admitir que era gracioso, en verdad creía que me agradaba la atención de otros chicos y eso que, se suponía, siempre leía mis pensamientos. Mientras él se enfocaba en taladrarlos con la mirada, yo pensaba en lo lindo que se veía, en lo mundano que era estar ahí con él, con nuestros dedos entrelazadas, con su aliento a menta y café y con la calidez de su aura. Creía haber caído completamente por él.
Giré y me encontré con sus labios muy cerca, a escasos centímetros de mí. Podía notar cómo nuestros vahos se juntaban y cómo ese hálito escarlata comenzaba a anegar el interior del taxi. De repente, todo desapareció, literalmente. En vez de estar rodeados por muebles, controles, un chófer y demás, estábamos inmersos en un lugar único, lleno de secretos y memorias hermosas que compartía con mi mejor amiga.
Tapiz desgastado, pisos destartalados y muebles polvorientos; ventanas rotas, aroma a humedad y temperatura elevada. La estancia, la cocina, el jardín, las escaleras... Todo estaba como lo recordaba, no había cambios ni imperfecciones en la estructura, la única diferencia era mi acompañante, quien no dejaba de sonreírme con un brillo en sus ojos que me hizo dar cuenta de que su pigmentación había cambiado. Ya no eran esmeraldas, sino rojos.
Una de sus manos se posicionó en mi cintura para atraerme más a él y la otra depositó leves caricias en mi mejilla. No entendía que sucedía, cómo era que había logrado teletransportarnos o, en tal caso, recrear cada detalle de aquella casita en la que Helen y yo solíamos reunirnos hasta hacía no mucho. Sin embargo, agradecí que lo hiciera, era reconfortante esa sensación de familiaridad.
Su boca se acomodó en mi comisura inferior e inmediatamente cerré los párpados, enlazando mis extremidades superiores en la parte trasera de su cuello. La presión que ejerció fue suave al principio, incrementó conforme pasaron los segundos hasta que se movió y mi corazón se aceleró.
Seguía fascinada, me parecía impresionante la manera en la que podía hacer que todo mi mundo se agitara, cómo lograba que me olvidara de lo que había a mí alrededor y me llevara a una dimensión donde solo importábamos los dos. Donde podíamos sentirnos sin importar lo que fuese a pasar.
—Io... ¿por qué me aceptas? ¿Por qué crees que soy tan bueno incluso cuando sabes que no soy inocente? —Había un destello en su mirada, nunca lo había visto y no entendía cómo era que podía ser diferente—. ¿Dirías que me quieres?
Por alguna razón desconocida, en ese instante no me sentí nerviosa ni ansiosa, de hecho, mi pulso se apaciguó y mi mente se aclaró; todo se transfiguró en mí. No obstante, eso no cambiaba la intensidad de mis sentimientos hacia él. Era como alivio derramándose por mi interior, calma en el aire, paz en mi pecho... Simplemente me hizo feliz su pequeña inseguridad, que me lo preguntara y no que indagara en mi interior para averiguarlo.
Retiré un rizo de su rostro y lo adjunté al moño desprolijo que tenía, sintiendo cómo un suspiro era liberado de su garganta. Observé sus facciones suaves y pronunciadas, dibujé con mi dedo su mandíbula hasta que sus hoyuelos se asomaron y no pude eludir dirigirme hacia allí. Su rostro, en absoluto, era lo más bello que había visto, no encontraba a nadie que se le acercara, ni siquiera Eros. O al menos, así lo consideraba.