Isadora

Capítulo XXVII: Más, mucho más

Rayitos de sol se colaban por las persianas de la habitación que ocupaba mientras un ligero aroma a vino blanco y chocolate bailoteaba por el aire; una sensación hormigueante, cálida, y llena de éxtasis se acentuaba en la parte baja de mi abdomen, y mis músculos, mallugados por las actividades nocturnas efectuadas, no hallaban la fuerza de voluntad que mi cerebro trataba de traspasarles para levantarme de la mullida superficie. No quería, por ningún motivo lo suficientemente bueno, despegarme de aquella manta de brazos fuertes que me rodeaban.

Esa mañana me desperté sintiéndome más plena, más liviana, como si de alguna forma me hubiese librado un poco de las preocupaciones que hacían peso sobre mis hombros. Era cierto que mi corazón saltaba cada vez que rememoraba lo ocurrido, al igual que también, que durante la madrugada, una suave voz me despabiló de mis sueños para recitarme bellas palabras de amor, y yo no podía esconder que lo sentía, simplemente me daba el gusto de apretarlo más contra mi cuerpo, de disfrutar de su aliento rozando mi mejilla. Sin embargo, a pesar de que todo se palpaba correcto, existía una energía en mi interior que seguía dándome problemas en instantes precisos.

No podía decir que el tema de mis poderes estuviera resuelto, apenas si tuvimos una sección de entrenamiento, y aunque no insistí en continuarlo luego de que me saliera de control, tenía la pequeña esperanza de que ellos me obligaran, pues comprendía bastante bien que por mi cuenta, jamás lograría domarlo. El miedo a hacerles daño era mi principal problema. No deseaba que nadie resultara herido; incluso sabiendo que eran seres inmortales y perfectamente capaces de sobrellevar la situación, no aceptaría que ninguno corriera riesgo alguno.

Con pereza, me deshice del tacto del rizado y me enfundé con una camisa holgada. Desvié mi mirada hacia el montón de prendas, servilletas y botellas desparramadas por todo el piso y sonreí, procurando que mi acompañante siguiera dormido en el proceso. Tomé un pantalón de pijama que descansaba, doblado, dentro del último cajón de la gaveta, y salí sin hacer el mínimo ruido.

Mis pasos se oyeron cuando llegué al último escalón de la primera planta, y desde alguna parte del salón, un rechinido —totalmente ajeno a mí— hizo eco, erizándome la piel. Escruté mí alrededor con el corazón en la garganta, pero por más que intentaba encontrar la fuente, la poca iluminación que me ofrecían los ventanales altos y cubiertos me lo hizo imposible. Y al cabo de unos segundos de completa afasia, decidí ignorar el acontecimiento y me encaminé hacia la cocina.

De lo alto de la alacena, saqué un vaso de vidrio y vertí una buena cantidad de jugo de naranja en él. Relamí mis labios antes de probar el dulce néctar, y mi garganta suspiró de alivio al contacto frío, refrescante. Dejé todo como estaba una vez que terminé y partí, dispuesta a volver a mi cama y no levantarme hasta que el cantar de los pajarillos anunciara la entrada de un día nuevo.

Iba casi a culminar el primer tramo de escaleras cuando el ruido de un vidrio rompiéndose aceleró mis pulsaciones. Sentí un escalofríos recorrerme la espalda al tiempo en que una punzada se instaló en las puntas de mis dedos, empujando nuevamente mi piel. Me volteé con la lentitud necesaria para advertir lo que estaba a punto de hacer, y cuando vi una figura amorfa y blancuzca flotando a tan solo metros de mí, no pude evitarlo, dejé que las membranas de poder salieran sin piedad hacia ella.

Un chillido femenino resonó, el ente se desplomó, y una percepción de acongojo y arrepentimiento me asaltó al ver el enorme agujero que había dejado en el centro de su ser. Entonces, poco a poco, en medio de mi parálisis, todo comenzó a verse más claro, más marcado: tendida en el suelo, se hallaba una joven de cabellos tan rubios, que parecían blancos.

Pensé que no era real. Pensé que el ulular estallando en mi cabeza era producto de mi imaginación, un consuelo destinado a parar los estragos causados por el desasosiego que acababa de atacarme. Sin duda, yo no podía haberle ocasionado daño alguno a una criatura tan hermosa. Esa no era yo.

Pero si era.

— ¿Io? —Una voz se coló a través de mis pensamientos—. Io... ¿estás bien? ¿Qué fue...? —Se detuvo, imaginé que al notar el cuerpo agónico frente a mí.

Sus orbes, cuyo color áureo era tan brillante y puro, se trasladaron hasta mí destellando dolor, tristeza, fragilidad... Su mano se extendió hacia delante a duras penas, mostrando un corte uniforme a lo largo que dejaba salpicaduras en la alfombra del espeso líquido carmesí, brotaba tan despaciosamente, que sentí el aliento atascarse en mi gaznate.

Una lágrima se deslizó por mi mejilla cuando parpadeé, quemó cada parte de su recorrido hasta que se detuvo en mi barbilla, temblorosa. Una mano suave y cálida se aferró a mi brazo con intensiones de quitarme del camino, pero mi ensimismamiento era tan cegador que apenas me moví.

—Cariño... muévete, por favor. —Dirigí mi vista hacia él, y con un asentimiento de cabeza que no resultó muy seguro, me aparté, pegándome a la pared para que Altaír se hiciera cargo.



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Editado: 26.02.2018

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