Isadora

Capítulo XXX: Cenizas

Algo estaba pasando. Podía sentirlo en la punta de mis dedos, en lo profundo de mi pecho. Los días transcurrieron rápido y todo a nuestro alrededor exclamaba que algo iba mal: el firmamento permanecía oscuro, repleto de nubarrones que parecían estar a punto de estallar, el aire poseía esa frialdad que se palpa cortante al impactar con el cuerpo, y la marea seguía subiendo a cada hora como si quisiera tragarse la pequeña extensión de tierra.

Estaba acurrucada en la cama que Altaír y yo compartíamos, observando con íntegra cautela cómo paseaba de un lado a otro con el torso descubierto, tratando de encontrar una cadena que no estaba segura de haber visto alguna vez. No habíamos hablado de lo sucedido en el baño, desde que Afrodita llegó todos se concentraron en terminar el dichoso hechizo y prepararse para algo que todavía se desconocía.

Debo admitir que me sentía herida, ignorada, traicionada y, de cierta forma —que procuraba mantener siempre por encima de lo negativo—, feliz. El que estuvieran allí haciendo lo mejor que podían para salvar mi vida, evocaba nuevos sentimientos hacía las deidades que iban más allá de lo común. Se habían convertido en mi familia, en lo único que tenía garantizado al final del día.

Para entonces ya conocía la magia que vivía en cada uno, y era fascinante cómo la usaban para algo tan simple como servirse agua, prepararse el desayuno o arreglarse. Aunque a decir verdad, estaba mucho más sorprendida con Afrodita. Por lo general utilizaba la naturaleza para expresarla; podía convertir la maleza en un bello campo de flores, hacer que una cucaracha se transformara en mariposa, convertir el ambiente tenso luego de una discusión en un momento achispado, risueño

Me agradaba más de lo que imaginé. Creía que no era un ser egoísta ni superficial como describían, al contrario, se preocupaba por el bienestar de todos, incluyendo a Altaír. Al principio, él se mostró hostil con ella, ni siquiera la mirada. Luego, apenas sí musitaba palabra alguna en su presencia, y en caso de que quisiera saber algún avance, se le preguntaba a Hémera o Atenea. Sin embargo, días previos a eso, descubrí el porqué.

Nos encontrábamos en la costa, el viento soplaba recio contra nuestros rostros, caían gotitas de rocío de los árboles y el sonido que producían las olas del mar al romperse, era lo único que podíamos percibir aparte de nuestras voces. Hémera, Atenea y Aure mantenían una conversación amena sobre el poder propio que adquirían ciertos objetos que yo en realidad no lograba comprender, Anieli y Moros caminaban por la orilla atentos a cualquier movimiento sospechoso, y Altaír y Afrodita estaban sentados a mi lado.

No le prestaba atención a lo que se decían entre susurros, me hallaba concentrada en la espuma de mar, en el aroma a sal que revoloteaban en el aire y en los diminutos cangrejos que luchaban por permanecer lejos del agua; pensaba en que sería un bonito escenario sí las circunstancias fuesen diferentes. De cualquier forma, no estaba interesada en su plática. Pero en algún instante en que me distraje de mis propósitos, sus palabras se colaron por mi canal auditivo:

—Te prometo que solo vine para ayudarte, Aeneas. —Su voz, como toda ella, era dulce y desprendía cierta afectuosidad en cada sílaba que pronunciaba—. No tengo intensiones de causarte problemas, comprendo que ahora ella es tú pareja... Lo que alguna vez sentí por ti, quedó en el olvido. —Mi mente quedó en blanco, y mi cuerpo se estremecía ante una sensación entera de desazón que me vi forzada a empujar en lo más recóndito de mí ser. No era el momento, pero me sentía traicionada—. Sin rencores, Tesoro.

No me quedé para escuchar lo que Altaír tenía para decirle, me levanté sin siquiera excusarme, y me dirigí hacia la cueva. Me encerré en el baño, me despojé de mi ropa lo más rápido que pude y lloré. Lloré como hacía tiempo no lloraba. Me desahogué con las pocas fuerzas que aún tenía. Y no le hablé en lo que quedaba de velada, y él parecía no inmutarse.

Me esforcé por permanecer en una pieza cuando se acostó a mi lado por la noche. Me resistí al deseo que ardía en mi interior de mandarlo a dormir con ella. Me abstuve a quitarme el collar y dejar que supiera mis pensamientos porque quería que me dijera que no era cierto, que él nunca tuvo algo con ella, pero tampoco quería que me mintiera. Y así pasé el crepúsculo, pensando, cuestionando, planeando... Todo menos soñando.

La verdad es que hasta ese momento en que lo veía tan desesperado por encontrar lo que fuera que buscaba, no se había dignado a preguntarme qué me sucedía. No me dirigía la palabra a pesar de los intentos de Anieli por darnos tiempo a solas. Él, simplemente, escrutaba mi cuerpo en breve y se concentraba en cualquier otra cosa. Y yo, simplemente, blanqueaba los ojos en un intento por mantener las lágrimas dentro de ellos y me iba a mi habitación.

De eso ya eran seis días que, aunque hubieran pasado rápido, seguían antojándoseme tortuosos, grises..., llenos de un sentimiento lacerante que creía se trataba de mi corazón haciéndose polvo. No llegaba a comprender por qué se empeñaba tanto en arruinar nuestra relación. Y, a veces, ni siquiera poseía las fuerzas suficientes para querer averiguarlo. Estaba harta de su actitud, del sube y baja, del maldito vaivén de emociones en que me tenía. Y no pretendía decirle algo al respecto; yo no había hecho nada más que amarlo, esperarlo, entenderlo y preocuparme por su bienestar.



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Editado: 26.02.2018

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