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Michelle solo recordaba la manara salvaje como la botavara había golpeado su cabeza. Todo había sucedido muy rápido: el capitán le había advertido que no abandonara la cabina, y sin embargo ella había desobedecido, como era su costumbre de niña linda y consentida. Llena de curiosidad, había subido al puente para encontrar un cielo oscuro, como el que suele verse a las ocho de la noche, cuando apenas eran las cinco y media de la tarde. Le pareció estar bajo el más duro aguacero que pudiera recordar, pero al menos dos o tres veces más fuerte. Rayos, truenos y gigantescas olas dominaban los alrededores, convirtiéndolo todo en un panorama en el que jamás hubiese imaginado encontrarse. Había mirado a su alrededor para encontrar al capitán y a su amigo Sebastián, quien luciendo su chaleco salvavidas de color amarillo, su pantaloneta verde encendido, y sus poderosos músculos, luchaba con las cuerdas que manejaban las velas. No tenía idea de cómo llamar aquella manivela que el atractivo muchacho se había pasado moviendo durante las últimas horas; solo sabía que una enorme ola había bañado la cubierta del velero provocando que el hombre de sus sueños perdiera el equilibrio, soltara la manivela, y la botavara saliera despedida con todas sus fuerzas a estrellarse contra su cabeza haciéndola perder el sentido.
- encontraba tirada en la arena, vistiendo su salvavidas, idéntico al que había llevado Sebastián. Levantó la cabeza y miró a su alrededor, solo para darse cuenta de tres cosas: era de día, le dolía mucho la cabeza y estaba rodeada de arena, mar y selva. Supuso que el chaleco le había salvado la vida, dado que no parecía haber ninguna otra persona en varios metros a la redonda que la hubiese podido llevar hasta aquel lugar. La tormenta era algo del pasado y el sol empezaba a brillar en el horizonte. Trató de incorporarse, pero el dolor era demasiado fuerte para lograr mantenerse de pie. sentó sobre la arena, y mientras soportaba el dolor que la invadía, sus grandes ojos azules recorrieron la playa. No había rastros de nada que pudiera indicar la presencia de alguien más. Fijó su mirada en la arena, solo para reconfirmar que no había huellas de nada ni de nadie. Se preguntó qué habría pasado con el velero. ¿Por qué nadie habría acudido en su ayuda? ¿Se habrían percatado de su ausencia? ¿O la lujosa pero débil embarcación no habría resistido la fuerza de la tempestad y se habría ido a pique siendo ella la única sobreviviente? ¿Pero no se suponía que al menos algunos restos de la embarcación hubiesen llegado hasta la playa si es que en realidad se trataba de un naufragio? Eran demasiadas preguntas sin ninguna respuesta. Fijó su mirada en el horizonte para descubrir que el sol aún se encontraba bastante bajo, lo que la llevó a concluir que no serían más de las siete u ocho de la mañana. ¿Por qué se había quitado el reloj que Diego le había regalado? Ya se acordaba: porque había empezado a detestar a Diego y a gustarle Sebastián, y no quería que el apuesto hijo del dueño de la embarcación le estuviera preguntando acerca de la atractiva joya. Deseó tener un espejo, pero sabía que era mucho pedir. Se pasó la mano por la parte izquierda de la frente, lugar en el que había recibido el golpe. Por fortuna parecía que no había sangrado, un problema menos por el que preocuparse. La pequeña bahía donde se encontraba parecía no ofrecer nada que le pudiera servir, a menos que estuviese buscando un lugar paradisiaco en el que pasar unas horas al lado de bastián. Pero esa idea tendría que esperar, dado que en el momento no existía tienda alguna en donde comprar un refresco, algo de comer, y mucho menos algo que pudiera vestir para evitar las quemaduras del sol o el ataque de los insectos. Sabía que el traje de baño azul de dos piezas que llevaba encima no lograría protegerla de absolutamente nada. Se quitó el chaleco salvavidas, lo botó a un lado sintiendo la impotencia que la rodeaba, y solo se le ocurrió esconder la cabeza entre los brazos y dejar escapar un par de lágrimas que con los minutos se convirtieron en llanto.