Isla del Encanto

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Natalie despertó con el ruido de los pasos sobre las hojas. Había logrado armar un pequeño cambuche valiéndose de toda clase de ramas arrancadas de algunos de los árboles. Todavía se preguntaba cómo había logrado hacerlo. ¿De dónde había sacado la fuerza para evitar quedar tumbada sobre la arena de la playa? Recordaba haber logrado llegar a la orilla, y en medio de la lluvia, los rayos, los truenos y los fuertes vientos, haber buscado un lugar alejado de las aguas del mar para construir su refugio. Lo había encontrado en el borde entre la playa y la vegetación. Sin embargo las fuerzas del viento y de la lluvia habían sido muy superiores a cualquier tipo de defensa, y el lugar en el que se encontraba acostada estaba tan mojado como si no hubiese tenido ninguna clase de protección. Se puso de pie rápidamente esperando lo peor. Sabía que no se trataba del África, continente en el que estaría expuesta a que un animal salvaje la atacara, pero lo último que quería era darle la oportunidad a lo que fuera que se estaba acercando. Pudo notar, gracias a la agilidad de sus movimientos, que su energía estaba de regreso, a pesar de no haber desayunado ni cenado la noche anterior. Buscó en los alrededores tratando de encontrar al dueño de las pisadas, pero después de unos minutos supo que estaba perdiendo su tiempo. Se preguntó si habría estado soñando o si lo que había escuchado era real. Se le erizó la piel de pensar en que alguien la habría podido estar observando mientras dormía. Decidió acercarse al borde del agua para mojarse la cara. Caminó sobre la suave arena hasta que las olas golpearon contra las cintas de colores que solía mantener amarradas a sus tobillos. Puso sus manos en forma de coca, se agachó para llenarlas de agua salada y mojó un par de veces su rostro. La frescura del agua la ayudó a dejar la modorra que aún sentía. Miró hacia el horizonte tratando de encontrar restos de la embarcación, pero después de un par de minutos supo que su búsqueda era más que infructuosa. Todo parecía indicar que en esa bahía no existía resto alguno. Volteó a mirar a su derecha sintiendo cómo su corazón se aceleraba. Una figura avanzaba hacia ella. Se trataba de un hombre cuya única vestidura consistía en una pantaloneta verde encendido. Estaba a más de doscientos metros de distancia y avanzaba rápidamente. Cuando estuvo a menos de cincuenta metros, pensó que su sorpresa no habría podido ser más agradable al reconocer de quien se trataba: era Sebastián, el apuesto muchacho que hacía parte del grupo de personas con que había estado navegando durante los tres últimos días. La sonrisa que exhibía la obligó a fijarse en su atractivo rostro y olvidar por un momento todo lo concerniente a la situación en que se encontraba. Sebastián, con una inminente expresión de júbilo contenido fue el primero en hablar:

–Me alegro no ser el único que sobrevivió a este desastre…

Natalie observó cómo Sebastián se acercaba mientras enfocaba su mirada en las prendas que ella vestía. Se trataba de su camiseta esqueleto azul y su short naranja. Agradeció el haberse cambiado de su bikini a aquellas prendas minutos después de que se desatara la tormenta.

-¡Sebas! ¡Me alegro tanto de verte! –hubiera querido abrazarlo, pero lo último que deseaba era que el muchacho se llegara a imaginar lo que no era.

-¿Has encontrado a alguien más?

-No, eres la primera persona que veo desde ayer en la tarde…

-¿Y dónde pasaste la noche?

Natalie lo condujo hasta el pequeño cambuche y le volvió a dirigir la palabra cuando se encontró dentro de este.

–Construí esto anoche, pero creo que no sirvió de nada… –dijo ella mirando los pequeños charcos que rodeaban sus pies descalzos.

–¿Has visto algún resto del velero que haya llegado hasta la playa? –el torso del muchacho estaba parcialmente cubierto de arena.

–Nada, ni restos ni a nadie más… Si mal no recuerdo, anoche me quedé en la playa por unos minutos tratando de recobrar el aliento… Después encontré este sitio y me puse a arrancar hojas para armar este techo… pero no fue lo suficientemente fuerte para detener el agua.

–Al menos lo intentaste… ¿Y nadaste hasta aquí?, ¿o lograste adherirte a algún pedazo de madera que te trajera?

–Creo que nunca había nadado tanto en mi vida –dijo ella intentando mostrar una leve sonrisa.

–¿No tenías chaleco? –preguntó Sebastián mirando a su alrededor.

–No… –respondió ella bajando la cabeza–, nunca creí que lo fuera a necesitar…




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