Isla del Encanto

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Michelle llevaba más media hora caminando entre los árboles. Supo que lo mejor sería adentrarse en la espesa vegetación en aras de proteger su bronceada piel y evitar que esta terminara enrojecida. Supuso que estaría exponiéndose a otro tipo de peligros, pero al mismo tiempo llegó a la conclusión de que no sacaría nada quedándose en una playa en la que era evidente la falta de recursos para sobrevivir. Su dolor de cabeza había mermado hasta el punto de sentirse capaz de incorporarse y caminar unos cuantos pasos. La arena había empezado a calentarse, factor que jugaría en su contra a medida que avanzara el día. Maldijo su suerte: hubiese preferido tener un par de jeans, una blusa de manga larga y unos zapatos tennis en lugar de tener que enfrentarse a la naturaleza con sus pies descalzos y un traje de baño de dos piezas. Era consciente de que estaría demasiado expuesta, pero no podría darse el lujo de esperar a que alguien, si es que había alguien más en aquel lugar, apareciera milagrosamente y la rescatara de todos sus sufrimientos. El cambio en la temperatura era evidente, sirviendo la multitud de hojas como filtro de los poderosos rayos solares. Los árboles y matas que la rodeaban habían tapizado el suelo con sus hojas muertas, lo que la llevó a sentir una agradable suavidad en las plantas de los pies. Estaba acostumbrada a caminar descalza durante los días calurosos, siempre y cuando la superficie fuese lo suficientemente benigna, pero hubiese detestado tener que andar por una superficie embarrada y pedregosa .Pensó que el objetivo de alejarse del calor se había logrado; ahora solo tendría que pensar en el segundo. En realidad no tenía un rumbo definido. Solo se le ocurrió pensar que no quería llegar a convertirse en la historia principal del noticiero de la noche, o ser la inspiración para una película o la novela de un escritor. Jamás pensó que algo así le pudiera suceder. Se empezaba a sentir como la versión femenina de Robinson Crusoe, con la diferencia de que la aventura de aquel náufrago había ocurrido en los tiempos de las embarcaciones de vela y no en la de los cohetes que exploraban el espacio. Continuó adentrándose en lo que suponía era el bosque tropical de alguna isla del Caribe, sintiendo cada vez más la necesidad de algo de beber. Su garganta se estaba secando, el dolor de cabeza, producto del golpe con la botavara, aunque había disminuido, se empezaba a mezclar con el que sentía por la falta de líquido y alimento. Se hacía más que indispensable encontrar una fuente de agua, no importaba si se tratara de un río o de una laguna. Minutos más tarde, cuando se empezó a tomar confianza, sintió como la punta de una rama rasgaba su delicada piel a la altura de las costillas de su costado derecho. La herida que le causó no fue lo suficientemente profunda para hacer brotar algo de sangre, pero Michelle lo tomó como una clara advertencia de lo que podría venir más adelante si no tomaba precauciones. Pensó que si hubiese llevado puesto el pesado chaleco salvavidas, algo así no le habría sucedido. Decidió regresar a la playa en su búsqueda. Algunos minutos más tarde sus pies se posaron sobre la cálida arena. El sol empezaba a ganar altura y era evidente que la temperatura había aumentado. Afortunadamente la superficie aún no lograba la hirviente temperatura con la que hubiese sido imposible recorrer los más de cincuenta metros que la separaban del lugar en el que había abandonado el chaleco. Pero su sorpresa no habría podido ser mayor al descubrir su ausencia; ya no se encontraba en el sitio donde lo había dejado. Pero ese no fue el único descubrimiento: las huellas de la persona que se lo había llevado eran bastantes claras. Se trataba de alguien con unos pies mucho más grandes que los suyos y que claramente llevaba alguna clase de calzado. Pero la sorpresa no paraba ahí, había un par de huellas más, estas de personas que claramente andaban descalzas. Se alegró al saber que no era la única persona en ese lugar, que podría tratarse de las huellas de algunos de sus compañeros o de habitantes del lugar. Pero instantes después llegó a la conclusión de que las huellas más grandes, aquellas que llevaban la marca de la suela de zapatos, no podrían pertenecer a alguno de sus conocidos, dado que ninguna de las ocho personas que iban a bordo del velero llevaban calzado en el momento en que la tormenta atacó. Debido a las suaves y cómodas superficies de ese tipo de embarcaciones, era costumbre de sus viajeros el andar por sus alrededores sin ningún tipo de calzado. De repente sintió la manera como los nervios hacían su aparición. En realidad no sabía con quién se tendría que enfrentar. Las personas que habían robado su chaleco podrían ayudarla, podrían salvarla de morir de hambre y de sed, pero también podrían abusar de ella, incluso podrían pedir lo que su cómoda vida de niña rica no le había enseñado a dar. Llegó a la conclusión de que daría cualquier cosa por encontrarse en compañía de Sebastián, pero el solo hecho de pensar que el muchacho por el cual se derretía podría estar muerto, hizo que su mente y su cuerpo se paralizaran por completo.




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