Isla del Encanto

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La única solución era gritar: gritar con todas sus fuerzas hasta que alguien la escuchara. No importaría que fuese un violador el que la escuchara, mucho menos un ladrón. Prefería mil veces hacer lo que fuera antes de morir de sed, hambre y agotamiento. Se miró sus raspadas piernas, señal de que había estado caminando entre la vegetación por más tiempo del que hubiera deseado. Su esbelto tronco y sus brazos no se quedaban atrás en cuanto a raspaduras, con excepción de las partes cubiertas por el traje de baño. El dolor de cabeza aumentaba con cada segundo que pasaba y los insectos no habían parado de molestarla. A pesar de todo, agradecía el no haberse encontrado con alguna clase de animal que pudiese llegar a atacarla. Se detuvo pensando que de esa manera tendría mayor energía para producir un grito más fuerte. Sin embargo, instantes antes de abrir la boca escuchó ruidos en los alrededores. No era el ruido de los micos, de los insectos o de los pájaros con los que ya se había familiarizado; se trataba de pisadas, de fuertes pisadas que tendrían que venir de un animal de considerable tamaño, o de la persona que había robado su chaleco, quien posiblemente era la misma que había visto vestida de blanco. En medio de los nervios decidió cambiar el grito por un pequeño saludo.

–Hola…, hola…

Nadie respondía y los ruidos de los supuestos pasos ya no llegaban hasta sus oídos.

–¿Hay alguien ahí? Por favor conteste –no sabía en qué dirección mirar, solo sabía que estaba viviendo la peor pesadilla de sus diez y ocho años de vida.

No tenía sentido continuar en el mismo sitio. Si se trataba de un animal, era evidente que no estaba interesado en ella, pero si se trataba de una persona, así mismo era evidente que lo último que deseaba era responder a su saludo. Arrancó a caminar nuevamente sin saber a dónde iría a parar; solo esperaba que en algún momento sucediera un milagro y se viera de regreso en algún lugar cercano a la civilización. Pensó que era la situación más ridícula de este mundo: de admirada reina de belleza de su facultad, con decenas de admiradores, pretendientes y seguidores, dinero para gastar en lo que deseara, y todos los vehículos de su familia a su disposición, pasaba a verse sometida a tratar de sobrevivir en un lugar en el que no solamente se encontraba sola y desprotegida, pero en el que no le serviría de nada tener un grueso fajo de billetes o veinte tarjetas de crédito a su disposición. Lamentó no haber aprendido a valerse por sí misma, a ser la niña consentida que todos adoraban y atendían, la que nunca había lavado un plato y mucho menos preparado su propia cena. Llegó a la conclusión de que la vida le estaba pasando una cuenta de cobro, lo cual podría ser justo de alguna manera, pero también pensó que la cuenta era demasiado alta. A pesar de ser una niña rica, era consciente de que no era una mala persona. Nunca había mirado a los demás como si fueran menos que ella, siempre estuvo dispuesta a ayudar a sus compañeros y amigos, era una buena hija y una mejor hermana, y jamás se había burlado o jugado con los sentimientos de sus pretendientes. Supuso que su vida había sido demasiado buena y ahora se presentaba la hora en la que debía empezar a probar algo de las cosas malas que inundaban el planeta. Se prometió a sí misma que en caso de sobrevivir a esa terrible experiencia, se volvería una mejor persona. Dejaría de depender de sus padres, del dinero que ella nunca se había ganado. Empezaría a trabajar como lo hacían muchos de sus amigos en sus tiempos libres; ahorraría para comprarse su propio vehículo, así no le alcanzara el dinero para más que un modelo viejo. Trataría de pagar su propia renta y buscaría un novio que al igual que ella, no dependiera totalmente de sus padres. Continuó caminando mientras observaba, a través de las copas de los árboles, que el sol se encontraba en lo más alto, lo que la llevó a deducir que podrían ser las doce del día. Recordó los noticieros de televisión cuando hablaban acerca de las personas que, debido a una huelga de hambre, llegaban a vivir más de veinte días sin probar alimento alguno. Pero esas personas permanecían quietas y no dejaban de tomar agua o alguna clase de líquido. Ella llevaba más de diez y ocho horas sin probar nada de nada, además que la poca energía que tenía se estaba agotando rápidamente debido a su continuo movimiento. Pero no lograría nada si se sentaba contra el tronco de un árbol; los milagros solo le sucedían a la gente en las películas, de eso estaba completamente segura. Tampoco era creyente, siempre había permanecido alejada de las religiones. Aplicaba la línea de pensamiento que habla sobre la gran cantidad de injusticias que existen en el mundo y que si en verdad existiera un dios, sería el primero en no permitirlas. Sin embargo ahora que se encontraba atravesando la peor situación de su vida, empezó a rondar en su mente la idea de darle cabida a la posibilidad de que existiese un ser superior que la pudiese llegar a ayudar. Pero sus pensamientos fueron alejados de su cabeza por dos cosas que sucedieron al mismo tiempo: su pie derecho golpeó fuertemente contra la gruesa raíz de un árbol que sobresalía unos centímetros por encima del suelo. El dolor que la invadió la llevó a soltar un pequeño grito además de un par de gruesas lágrimas. Además, el mismo ruido de pasos que había escuchado minutos antes se volvió a presentar, con la diferencia esta vez que el ruido fue acompañado por la aparición de la extraña figura blanca, la cual no estuvo ante sus ojos por más de un segundo, presentándose esta vez a menos de diez metros de distancia del lugar en el que ella estaba. Alcanzó a confirmar que evidentemente se trataba de una figura humana, con el cabello largo y rubio y vistiendo una túnica blanca.




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