Isla del Encanto

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Varias fuentes de agua llegaron al mismo tiempo. Natalie fijó sus ojos en la cascada que alimentaba la pequeña laguna en el momento en que la lluvia hizo presencia. Unas tímidas pero refrescantes gotas pasaron rápidamente a convertirse en un fuerte aguacero. Sin embargo el encapotado cielo no le restaba nada a la espectacularidad del lugar. Las aguas de la laguna eran transparentes, la vegetación que la rodeaba estaba dominada por palmeras llenas de cocos y diferentes clases de árboles con hojas de variados colores. La cascada no hacía más que adherir belleza a lo que la atractiva muchacha pensó como lo más cercano que había visto a la representación del paraíso terrenal. Los bordes de la laguna estaban cubiertos de suaves arenas, algo más blancas de las que recordaba haber visto en la playa. A pesar de que la lluvia había logrado el objetivo de refrescarla, no dudó en dar los pasos necesarios para adentrarse en las cristalinas aguas. Sus pies sintieron la temperatura más que confortable que estas brindaban. Se olvidó de la presencia de Sebastián, y solo pensó en terminar de refrescar su acalorada piel. Instantes después, una vez su esbelto cuerpo se encontró sumergido, pudo comprobar que estaba nadando en agua duce. No dudó en probar el ansiado líquido, zambullir su cabeza, y frotar las partes de su cuerpo que se encontraban llenas de barro. Pensó que hubiera preferido tener puesto su traje de baño en lugar de la camiseta y el short que la habían acompañado desde el día anterior, pero al mismo tiempo recordó que esas ropas habían evitado que su cuerpo tuviese más raspones de los que ya sobraban en sus cansadas piernas y sus casi que abatidos brazos. Sabía que en otra clase de circunstancias hubiese tenido mayores prevenciones para meterse en la laguna, pero la sed y el calor que habían hecho presencia, por lo que ella consideraba como demasiado tiempo, la habían hecho olvidar de todo; por su mente solo pasaba la idea de la enorme necesidad que tenía de refrescarse. Quiso nadar largas distancias, pero la debilidad que la iba a acompañar hasta que volviera a comer, le recordaron que sus músculos no estaban en la condición requerida para lograr esa clase de objetivo. No fue hasta que se sintió plenamente refrescada cuando decidió fijarse en su amigo. Lo encontró a escasos metros de ella, exhibiendo la clase de sonrisa que solo se aprecia en las personas que no tienen motivo alguno de preocupación. Mientras la miraba, Sebastián no paraba de chupar lo que a ella le pareció un mango. A pesar de que estaba comiendo, la mirada que le dirigía era dulce y penetrante, algo que no había visto en él desde el día en que lo había conocido en el hotel de Key Largo. Era evidente que la preocupación y el estrés lo habían abandonado y que otra clase de sentimientos empezaban a invadirlo. Nadó la corta distancia que los separaba sintiendo algo de envidia por el fruto que él estaba disfrutando.

–¿De dónde sacaste eso?

Sin dejar de morder el fruto, Sebastián sacó del agua su mando izquierda para mostrarle lo que llevaba en ella. Se trataba de otro mango de buen tamaño. Sin mediar palabra se lo entregó. Era un fruto en el que dominaban los colores amarillo y rojo y que lucía como los mejores que se podrían encontrar en los supermercados de Vancouver a precios casi que inalcanzables. Después de examinarlo lo frotó en el agua recordando la costumbre, enseñada por su mamá, de lavar muy bien las frutas antes de llevárselas a la boca.

–No creo que haya sido rociado por alguna clase de pesticida… –fueron las palabras que salieron de los ocupados labios de Sebastián.

–Lo sé –dijo ella sonriendo–, es solo la costumbre de hacerlo.

–¿Ves esos árboles de allá? –dijo él estirando su brazo a un punto cercano al sitio por el que habían llegado a la pequeña laguna–, están repletos de mangos.

–Este está delicioso, pero supongo que cualquier cosa que comamos nos va a saber delicioso.

–Tienes razón, es cuando empiezas a apreciar lo que valen las cosas –dijo Sebastián mostrando lo que a Natalie le pareció una encantadora sonrisa. El apuesto muchacho no había dedicado mucho de su tiempo a compartir con ella desde el momento en que el grupo de navegantes se reunió en el hotel de la Florida. Sus ocupaciones como primer oficial o ayudante del capitán, más su aparente interés en la bella Michelle, lo habían mantenido entretenido sin dejar que Natalie tuviera la experiencia de llegar a conocer lo agradable de su personalidad. Ahora que, parte de la tensión había bajado, gracias a finalmente haber encontrado la laguna y tener una fuente más de alimento como eran esos árboles repletos de mangos, ella sintió que su cerebro tenía más espacio para dedicarse a pensamientos que unas horas antes hubiesen sido fácilmente descartados. Sebastián, aparte de ser un muchacho amable y atractivo, también tenía el tipo de cualidades en su personalidad que llamarían la atención de cualquier joven mujer. Sabía que él tenía su vivienda en la Florida, pero que en los meses de verano pasaba la mayor parte de su tiempo en Vancouver, en donde tenía varios familiares. Durante una de sus muy breves conversaciones le había contado que, aparte de dedicarse a la navegación en el velero de su padre, estudiaba diseño industrial en una universidad de Miami, no tenía novia en el momento, y era hijo único. Natalie pensó que si el destino la llevaba a pasar varios días en aquella isla, indudablemente se encontraría al lado de una de las mejores compañías.




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