Isla del Encanto

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  1. volvió a sentir la manera cómo el miedo regresaba. El abundante líquido y la carne de coco la habían ayudado, pero la emoción había quedado atrás. No entendía la razón por la cual los animales no habían vuelto a producir sonido alguno, y mucho menos entendía la actitud de la persona que la había estado siguiendo. Minutos antes había tomado la decisión de regresar a la playa para tratar de encontrar a alguien que la pudiese socorrer. Pero bastaron unos pocos pasos para darse cuenta de su situación: estaba perdida, no tenía idea de qué dirección tomar. Sabía que tenía que caminar hacia el oeste si quería regresar a la playa, dado que había tomado la precaución de fijarse en el punto por el que se ocultaría el sol. Pero el cielo se hallaba completamente encapotado, y las pesadas nubes grises, las cuales no dejaban de soltar agua, no permitían averiguar en qué punto se encontraba el astro rey. Si las cosas permanecían de esa manera, tendría que pasar la noche en medio de la selva, una situación que no le desearía ni a su peor enemigo. Pensó que en medio de todo, tenía la suerte de no haberse cruzado en el camino de una serpiente venenosa o de algún animal que pudiese hacerle daño; solo las picadas de los mosquitos y los raspones de las ramas habían logrado maltratarla hasta ese momento, pero sabía perfectamente bien que le sería imposible tratar de conciliar el sueño si antes no encontraba un lugar en el que pudiera sentirse a salvo. Continuó caminando a sabiendas de que si se quedaba quieta nada sucedería. Estaba convencida de que en algún momento tendría que cruzarse con algo que le ayudara. Podría ser un camino, una carretera, un río, e inclusive la vivienda de alguna persona. Solo esperaba que el próximo ser humano tuviese un poco más de compasión, algo que le había faltado a la figura vestida de blanco. Estaba convencida de haberla visto, de estar lejos de encontrarse ante el caso de una alucinación. Solía sucederle a los que llevaban varios días perdidos en un desierto, o a la deriva en alta mar, producto del hambre, la sed y el desespero; pero ese no había sido su caso en el momento en que esta se había presentado ante sus ojos. Era real, tan real como saber que estaba empapada y sola. El sonido de la lluvia era lo único que llegaba hasta sus oídos, lo único que la acompañaba aparte de la espesa vegetación. Se empezó a arrepentir de haberse adentrado en la selva: ¿qué carajos había estado pensando cuando lo hizo? Hubiese sido mucho mejor esperar en la playa a que un bote o un habitante del lugar aparecieran, o haber esperado a que las hirvientes arenas enfriaran para poder caminar por el borde del mar hasta encontrar algo. Pero ya era demasiado tarde para pensar en eso, solo le quedaba esperar a que su suerte cambiara o que el destino se conmoviera y la ayudara a salir de su calamitosa situación.

Llevada por la debilidad, se detuvo a observar el entorno. Todo era igual, nada cambiaba: un sinfín de árboles, arbustos, musgos y hojas que cubrían el piso, acompañados por la fuerte lluvia que parecía no querer amainar. Solo el ruido de las gotas al pegar contra la espesa vegetación era lo que llegaba hasta sus oídos. La presencia del hambre se volvió a hacer inminente; buscó en los alrededores con la ilusión de encontrar una palmera o un árbol del cual conseguir un fruto. Lo único que encontró fueron ramas, hojas y flores de diferentes colores, pero nada con la apariencia de un producto comestible. Recordó cómo nunca le había faltado nada, cómo desde pequeña había tenido acceso a las mejores comidas, los mejores restaurantes, los más inimaginables antojos. Ahora se conformaría con cualquier cosa, pero encontrarla se estaba convirtiendo en algo imposible de lograr. Tomó aliento y dio un par de pasos hacia adelante para volver a quedar inmóvil. Algo le llamó la atención: creyó escuchar nuevamente los pasos de alguien. Estaba segura de que no eran los suyos; provenían de lo que le pareció ser unos cuantos metros hacia su derecha.

–¿Hay alguien ahí?

Pero una vez más su pregunta no fue respondida.

–Persona de blanco, por favor salga, no le voy a hacer daño –sabía que su pronunciamiento era ridículo: una muchacha de diez y ocho años vistiendo un pequeño traje de baño de dos piezas no era amenaza para nadie. Permaneció inmóvil por unos segundos más hasta que volvió a escuchar los pasos, esta vez hacia su izquierda. Solo fueron un par de pasos pero definitivamente sonaron más claros y cercanos, casi como si su dueño estuviese a menos de un metro de distancia. Nunca había creído en fantasmas o espíritus o algo que se le pareciera. Desde pequeña sus padres habían desvirtuado a través de la lógica todo lo concerniente a fenómenos paranormales, mundos paralelos o todo aquello que no pudiera ser explicado científicamente. Pero eran conceptos fáciles de entender cuando se estaba en medio de la seguridad de su hogar, situación de la que se encontraba totalmente alejada.




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