Isla del Encanto

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Para Natalie, la situación se tornaba insoportable. Jamás pensó que Sebastián pudiera ser de aquellas personas dadas a permanecer enfurecidas a pesar del paso de las horas. No había bastado su manera de comportarse, dulce y comprensiva, ni sus esfuerzos por acercarse a él. El muchacho se había mostrado repelente durante la noche anterior, y no había querido compartir con ella durante la construcción del lugar que les sirvió para pasar la noche. Se había limitado a pronunciar las palabras estrictamente necesarias, y cuando el pequeño techo que lograron armar, con gran variedad de ramas y hojas estuvo listo, se acomodó sobre un improvisado colchón de hojas y no volvió a pronunciar palabra hasta quedarse dormido. A partir de ese momento, ella se llenó de miedo e inseguridad. No podía creer que el apuesto muchacho con quien se había besado varias veces durante el día, y única persona que tenía al lado en esa isla, pudiese comportarse de una manera tan indiferente. A pesar del cansancio que la invadía, le fue difícil conciliar el sueño: su mente se ocupó, no solamente en la forma de comportarse de él, sino también en los peligros que los podrían acechar durante la noche. La presencia en sus pensamientos de la persona vestida de blanco, las serpientes, y cualquier otro animal peligroso, lograron que no fuera antes de, lo que ella creyó, eran la una o dos de la mañana, el momento en el que finalmente lograra entregarse al descanso. Se había despertado con el ruido producido por Sebastián al golpear un coco con una roca. Lo observó por un par de segundos para después fijar su mirada en la belleza de la laguna y sus alrededores. Lo que veía a su alrededor formaba un conjunto digno de admirar: un paisaje y un hombre que llamarían la atención de cualquier mujer. Creyó que con el pasar de la noche, Sebastián estaría de regreso a su buen estado de ánimo, pero solo bastaron las primeras palabras que se cruzaron para constatar que el muchacho continuaba de mal humor. Decidió no prestarle importancia, sabiendo que si la situación se prolongaba, estaría en problemas. Era consciente de no tener la fuerza mental necesaria para sobrevivir por si sola en aquel lugar.

 

Tratando de restarle importancia al comportamiento de Sebastián, caminó hasta la orilla de la laguna con la idea de seguir la costumbre que tenía desde pequeña de darse un baño como primera acción del día. Una vez tuvo el agua hasta las rodillas, miró hacia lo alto y calculó la hora, fijándose en la posición del sol, cuyos fuertes rayos se empezaban a vislumbrar por encima de las copas de los árboles situados al otro extremo de la laguna. Calculó que podrían ser alrededor de las siete de la mañana. El cielo estaba despejado, el calor se empezaba a sentir, el aire que respiraba no podía ser más puro, pero fue sorprendida por algo que no había notado desde que se había levantado: podía escuchar nuevamente el sonido de los animales, ausente desde la tarde anterior. No quería dar crédito a las palabras de Sebastián acerca de la fauna yéndose a dormir y dejando de emitir toda clase de ruidos; sabía que algo extraño había sucedido el día anterior, y que muy probablemente volvería a suceder. Continuó avanzando hasta sentir el agua llegándole a la cintura, volteó a mirar hacia la orilla sorprendiendo a Sebastián, quien tenía la mirada fija en ella y quien inmediatamente bajó la cabeza pretendiendo buscar algo en la arena. Se quedó mirándolo por algunos segundos para luego enfocar su mirada en los árboles más próximos. De nuevo los pequeños micos y los pájaros complementaban el paisaje del que se habían ausentado. Regresó su mirada hacia el centro de la laguna, tomó una bocanada de aire y se sumergió completamente por unos instantes sintiendo la manera como las refrescantes aguas ayudaban a espantar los últimos vestigios de pereza mañanera. Nadó sin alejarse demasiado de la orilla, sintiendo cómo los músculos de sus brazos y piernas se relajaban. Hubiese preferido tener la clase de traje de baño apropiado, o en su defecto no llevar ningún tipo de ropa, pero la presencia de Sebastián le pareció un motivo más que suficiente para conservar lo que llevaba puesto desde hacía más de cuarenta horas. Minutos más tarde regresó a la orilla y se quedó parada en la arena mientras dejaba que los rayos del sol actuaran sobre su cuerpo.

–Ahí te dejé un poco de agua de coco y un par de mangos –le dijo Sebastián desde la distancia, mientras se ocupaba poniendo nuevas ramas sobre el techo del improvisado cambuche.

–Gracias –dijo ella brindándole una sonrisa que él no quiso responder, lo que la llevó a confirmar que al muchacho todavía le faltaban algunas horas antes de que pudiese regresar a un estado de relativa amabilidad.

Caminó por los alrededores hasta que encontró los frutos dejados por su compañero al lado del tronco de una palmera. Bebió el agua de coco, pero antes de comerse el par de mangos de buen tamaño, los llevó a la orilla de la laguna y los enjuagó en el agua. Su sabor era bastante agradable, pero era consciente de que más temprano que tarde se verían obligados a encontrar algo diferente o de lo contrario terminarían detestándolos. Se sentó sobre la arena mientras pensaba en la ridícula y al mismo tiempo apremiante situación que estaba viviendo. Supo que no podría seguir así; bastante ya tenía con estar varada en una isla prácticamente desierta y encima tener que aguantar la personalidad inmadura y casi infantil de Sebastián. Sabía que al muchacho le podrían faltar algunas horas para dejar atrás su estupidez, pero al mismo tiempo sabía que ella no podría esperar a que eso ocurriera. Decidió que lo mejor sería enfrentarlo y acabar con la incomodidad de una vez por todas. Se puso de pie y caminó los quince metros que la separaban del lugar en que él se encontraba recogiendo hojas secas.




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