Isla del Encanto

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Natalie despertó sobre lo que le pareció un suave y cómodo colchón. Tenía el tamaño de una cama doble, con dos almohadas abullonadas y debajo de su cuerpo se encontraba una impecable sábana blanca. Las paredes de la habitación estaban forradas con paneles de madera sobre los cuales colgaban algunos cuadros con dibujos de antiguas embarcaciones. El techo estaba recubierto de madera y el piso estaba compuesto por baldosas de color beige. Se fijó en las mesas que reposaban a los lados de la cama, sobre las que reposaban sendas lámparas de petróleo. A su costado derecho se hallaba una puerta que se encontraba cerrada. El lugar era acogedor, la clase de sitio al que sería fácil acostumbrarse. Lo único que no le agradó a la linda muchacha de ojos verdes y cabello naranja fue lo que vio y sintió en su tobillo izquierdo: se hallaba encadenado a la pata de la cama. Afortunadamente la cadena no era pesada y tampoco le oprimía la pierna, aunque sí estaba lo suficientemente cerrada para impedir que pudiese sacar el pie. Se agachó lo suficiente para mirar por debajo de la cama y darse cuenta de que sus patas estaban ligadas al piso mediante el uso de cemento, lo que haría imposible tratar de moverla o levantarla. Se volvió a sentar para fijarse que aún tenía puesta la misma ropa. Se sentía tan débil, hambrienta y sedienta como lo había estado antes de que el muchacho que tanto había venerado la traicionara. No podía entender por qué lo había hecho, pero ahora le parecía que Sebastián era un experto en todo tipo de traiciones. Recordó rápidamente lo insistente que había sido cuando ella y Michelle dudaron en descender por la escalera que llevaba al subterráneo. Llegó a la conclusión de que todo había sido planeado, y que la disculpa de volver a subir en busca de la lámpara no había sido más que una artimaña para lograr encerrarlas en aquel oscuro lugar. ¿Pero por qué lo había hecho? Había parecido tan sincero y especial desde que lo encontró en la playa. ¿Se habría visto obligado por parte de la muchacha de blanco o del hombre de la máscara para actuar de esa manera? ¿Alguna clase de amenaza u oscuro trato habría influenciado su comportamiento? ¿O simplemente ella estaba siendo afectada por los actos de la mente perversa de un muchacho con sus propios intereses? Sus pensamientos fueron interrumpidos por el intempestivo movimiento de la puerta. Detrás de ella apareció un hombre vestido de capa negra, botas del mismo color y una máscara plana que solo dejaba ver los ojos verdes de su portador. Natalie intentó ponerse de pie pero la cadena atada a su tobillo se lo impidió. Pensó que el sentimiento de terror se reflejaba en su rostro al escuchar la manera como el enmascarado personaje se dirigió a ella.

–No tengas miedo, no te voy a hacer daño.

Sin embargo Natalie se recostó contra la cabecera de la cama, la extensión de la cadena permitiéndole que pegara sus rodillas contra el pecho.

–¿Tienes hambre?, ¿tienes sed?

–Sí… Creo que sí –contestó ella pensando en el tono de voz del extraño desconocido, el cual se hubiese podido comparar con el de Sebastián o el de cualquier otro muchacho de su edad.

El hombre de la máscara se sentó en el borde de la cama, provocando que la muchacha de los ojos verdes y el cabello naranja se desplazara hacia el borde contrario.

–Me imagino que no has comido muy bien durante los últimos días…

–Solo algunas frutas –contestó ella, sorprendida por la amabilidad de aquel hombre.

–¿Quieres que te explique por qué estás aquí?

–Sí…

–¿Y quieres que lo haga antes de que comas y bebas algo, o después?

–Lo que usted quiera… –dijo una Natalie a la que le costaba hilar más de dos frases seguidas.

–Mira, te voy a traer algo y después te cuento –el hombre de la máscara se levantó y salió de la habitación cerrando la puerta tras de sí. Natalie se paró inmediatamente y se desplazó con la intención de abrirla, pero la extensión de la cadena no le permitió separarse más de metro y medio de la cama. Volvió a sentarse, y en medio de los nervios pensó en lo que acababa de ver: la historia de Michelle era cierta, no habían sido alucinaciones ni tampoco las visiones de un náufrago sediento. El hombre de la máscara existía, y todo parecía indicar que no les quería hacer daño, o por lo menos no a ella. Sus ojos verdes, al mismo tiempo eran hermosos, dulces y penetrantes, y la forma como se movía y se expresaba eran las de una persona joven, muy probablemente de la misma edad de cualquiera de sus compañeros. No le quedaba claro cómo podía existir en esa isla un lugar con la comodidad y el lujo como los de aquella habitación. Se preguntó si estaría en alguna parte del subterráneo, o si por el contrario se encontraría a varios kilómetros de distancia de la parte de la isla que había conocido hasta el momento. Se quedó mirando al techo por unos minutos, tratando de espantar el miedo y de disfrutar de la comodidad de la cama, hasta el momento en que el hombre regresó. En sus manos llevaba una bandeja que puso sobre sus piernas. No lo podía creer; era casi como mirar la bandeja del restaurante de un hotel. La vajilla era del mejor estilo europeo, y en el plato principal estaba servido lo que a ella le pareció un pescado frito, ensalada y papas a la francesa. La comida la complementaban dos vasos de espeso líquido amarillo y un pequeño durazno.




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