Bill Denbrough observó la página. De pronto su mente se centró, como un láser que se fija en un sitio definido. Había estado escribiendo sin darse cuenta, o, mejor dicho, sin pensar en las palabras y mucho menos en el orden de las mismas. Escribir le era tan natural como respirar, pero en aquel momento el temor le recorrió la espalda como un dedo helado. “¿Acaso yo escribí esto?” se dijo. La respuesta era obvia. 19 carillas completas, sin errores y sin huecos argumentales habían sido escupidas dentro del documento de Word. Sumada a la satisfacción de un trabajo bien hecho, estaba el sentimiento de desasosiego. La desorientación que le decía “no recuerdas como gestaste esto, pero es tuyo, aquí está.” Bill se masajeó la frente y trató de ordenar sus pensamientos. Fue imposible.
Audra por su parte preparaba las maletas, iba de aquí para allá, y vigilaba a su esposo cada tanto, indicándole que el reloj avanzaba sin parar. “Él no va a esperarte-le había dicho ella-Y el avión mucho menos”. El hombre delante de la pantalla se limitó a soltar un par de murmullos y continuó aporreando el teclado, tomándose pequeñas pausas, para luego arremeter como si se tratase de un secretario en hora pico. Audra sabía que cuando se ponía así, era necesario darle espacio y permitirle “pensar” al artista. Claro que ella tampoco exageraba, cuando era necesario tomaba su pistola y encarcelaba al novelista para traer de regreso al esposo, al hombre, a su amado Bill.
Y aquella mañana, aunque Bill se molestara, Audra tenía que poner bajo llave a su “Stephen King” de bolsillo. Observó su reloj pulsera y se acercó al estudio de Bill. Aprovechó que él llevaba varios minutos en silencio, sin emitir sonido alguno, con los dedos alejados del teclado. Cuando se acercó a él, fue como ver a un sonámbulo frente a una ventana. Tenía la boca abierta, los ojos desorbitados, y su respiración era entrecortada. Audra se acercó poco a poco a él, para no asustarlo. ¿Era acaso uno de esos casos de creatividad extrema? ¿Acaso el autor se había perdido en los laberintos de su propia creación? Armándose de valor, la mujer tomó a Bill de los hombros y lo giró para que él pudiera verla.
- Bill… ¿Qué te sucede? ¿Estás bien?
- ¿Eh?
- ¿Me escuchas? ¿Qué pasa?
El hombre se limitó a removerse en su asiento, y a tratar de aclarar de su voz. Carraspeó sin éxito, y luego de varios intentos, dijo.
- Nada, yo… debí haberme ido por un momento.
- ¿Ido? Vamos, no estoy para bromas.
- Me refiero a la escritura, yo…perdón amor, lo siento. No quise asustarte. Es que, bueno, ni siquiera recuerdo haber escrito lo que escribí hoy.
Audra frunció el entrecejo, tratando de encontrar algo de sentido en las palabras de su esposo.
- Sí, sé que suena raro, pero… es cómo si me hubieran lavado el cerebro luego de haber terminado de escribir. Yo, no sé si me entiendas.
- Sí, te entiendo-dijo ella-Se llama cansancio, señor escritor. Tomaremos ese vuelo, y aprovecharás el viaje para dormir. No has parado de escribir en dos meses, casi tres. Necesitas una pausa, y no…-dijo antes de que él dijera nada-Ya sé que el manuscrito está casi listo, pero te necesito entero. ¿Entiendes?
Bill asintió. Guardó el archivo, y antes de que Audra pudiera decir algo más, imprimió las 19 carillas, y las colocó en una carpeta.
- Sé que necesito descansar-dijo-Pero esta carpeta sube conmigo al avión, es… un fetiche de escritor.
- Fetiche, claro. Cómo digas, cariño.
Bill sonrió, y la besó en la mejilla. Sabía que ella no se molestaría con él, y que el cariño que los unía era mucho más grande que cualquier tipo de pelea. Luego de apagar la notebook, y guardarla en un maletín, Bill cerró su despacho. Tomarían el próximo vuelo a Francia, para ultimar los detalles de su nueva película. “Una versión diferente de mi libro” había dicho él. Pero por más que se quisiera negar, los productores podrían realizar cualquier cambio, ya que, como lo decía el contrato, el autor estaba de acuerdo. Después de todo tenían su firma. ¿No?
- Vendiste tu alma al diablo, mi amor-le había dicho ella- Ahora no te quejes.
Luego del desayuno, y de despachar las maletas al aeropuerto, Bill y Audra tomaron un taxi. Aún quedaba tiempo, y aunque el margen era estrecho, le permitió a Bill retomar los pensamientos que surgieran frente a la computadora. Audra iba hablando por teléfono, así que no podría reprocharle nada. De modo que hizo y deshizo con comodidad los anaqueles de su mente.
Editado: 24.05.2019