—Eres la mejor, Poppy.
La sonrisa se me escapa sin permiso.
—Odio inflar aún más tu ego.
Siempre ignoro la segunda parte. ¿Para qué dañarme el momento? Yo sé que soy la mejor. Bueno… excepto en cocinar, porque mi estofado podría mandar a alguien directo a urgencias; en bailar, porque mis pies parecen tener voluntad propia; y en el amor, donde soy una catástrofe con título y diploma. Pero en mi trabajo… ahí sí, que me esculpan la firma en mármol.
—Te mereces ese ascenso —grita Oliver, abrazándome como un oso borracho de entusiasmo.
—Obvio que sí —respondo—. El señor Bernardini y su bendito encanto italiano no podían resistirse a mi olfato para los negocios. ¿Quién mejor que yo para el cargo?
—Solo tú. Eres la única en este maldito conglomerado que no se derrite con su presencia.
Pongo los ojos en blanco. Bruno Bernardini, para mí, no es más que un ser humano con un apellido caro y una habilidad enfermiza para crear empresas como si fueran flores. Solo es importante porque firma mi nómina. Y porque, admitámoslo, necesita a la mejor directora financiera que esta ciudad haya parido.
—Ya te dije mil veces que el señor Bernardini no tiene nada especial —insisto—. Bueno, sí, su capacidad de producir dinero con la misma facilidad con la que respira. Lo suficiente para que yo brille donde debo brillar.
Oliver me mira con esa mezcla de incredulidad y devoción que solo él sabe hacer.
—Eres tan rara… No entiendo cómo ese hombre no te provoca absolutamente nada.
Su gesto lo dice todo: para Oliver, Bernardini no es un jefe… es una obra de arte en movimiento.
Al ser Oliver la única persona por la que siento un apego que va más allá del simple compañerismo laboral, no tuve corazón para sacarlo de su ensoñamiento con el jefe.
—Si contara lo excitantísimo que es escucharlo debatir en la bolsa de valores… —suspiro de forma melodramática— por poco me hace desmayar.
Me burlo, claro. Oliver abre la boca como si fuese a tragar el aire entero. Sus ojos azules quedan a punto de escaparse de su cara. Todo el mundo sabe que él daría lo que fuera porque Bruno Bernardini lo mirara dos segundos seguidos. Bueno… Oliver y media nómina, incluyendo mujeres y hombres.
Yo no niego que el hombre sea guapo. Tiene la apariencia estándar del atractivo universal: ojos grises, piel bronceada, altura generosa. Al final de cuentas, es un italiano rico nacido de una familia noble cuyas raíces se pierden en la Edad Media. Para muchos, el hombre ideal. Para mí, no. Todo eso solo lo convierte en otro hombre con dinero, arrogante, mujeriego y desagradable. Y a sus casi cuarenta años, no tiene la menor intención de sentar cabeza.
Agradezco que él tenga claro que a mis veintiocho años estoy inmunizada contra los hombres que solo quieren coger una vez y luego ni se dignan a escribir un simple “bye”. Mi vida es demasiado tranquila y solitaria como para agregarle despecho y arrepentimientos por compañía.
Además, dudo muchísimo que se fije en mí. Soy normal. Como tantas otras mujeres: ojos negros, cabello negro, piel clara y lentes. Lo único destacable podría ser mi altura: un metro ochenta que me permite estar a su nivel cuando uso tacones. Pero fuera de eso, no soy el tipo de mujer que él suele llevar colgada del brazo, del cuello o de cualquier parte que permita agarrar.
En los cuatro años que llevo trabajando aquí, le cuento treinta y dos novias distintas. Matemáticamente hablando, eso es una novia nueva cada mes y medio. Un promiscuo. Toda una leyenda en el mundo de los mujeriegos. Quién sabe qué cosas habrá recogido entre tanta novia. Asqueroso.
A mí todo eso me da igual. Lo único que me importa es que siga respetándome gracias a mi inteligencia y mi trabajo duro.
—Deberías medicarte —me regaña Oliver—. Eres la única mujer que conozco que no practica el sexo.
Mientras lo dice, se aprieta con fuerza sus cabellos rubios teñidos.
—Nunca he dicho que no lo practico —respondo, ofendida.
La verdad, no recordaba la última vez que lo hice. Puse a trabajar mi cerebro buscando alguna pista, algún destello, algo que valiera la pena recordar. Nada.
Si tenía que rebobinar tanto el casete, es porque no fue memorable en absoluto.
Y entonces me golpea: fue con Ben, mi último novio que… casi suelto una exclamación. Terminó conmigo hace tres años.
Tres años sin sexo.
Podría inscribirme de nuevo en el club de las vírgenes.
No recuerdo mucho de las veces que estuve con él, ni con mi novio anterior, Andrew.
Pobre Andrew.
Ni siquiera su nombre despierta algo parecido a un recuerdo ardiente. Con ambos, el sexo fue más un trámite que otra cosa. Una lista por cumplir, una excusa para no sentirme tan sola como un oasis perdido en un desierto.
Mi primer novio, Andrew, llegó cuando tenía dieciocho años. Recién salida del internado, pensé que él sería una compañía. Me equivoqué. Era tímido, torpe, y cuando llegó el momento del acto… solo di un paso más porque tocaba. No me gustó.
Luego empecé a huirle a cualquier encuentro parecido. Tres veces en tres años de relación. Contadas. Tristes.
Con Ben tuve más fe: cinco años mayor, con experiencia, buen conversador. Juré que esa sería la combinación ganadora. Otra vez, error. Fueron más veces, unas cinco… tal vez diez. Es patético saber con exactitud cuántas veces he tenido sexo en mi vida, pero más patético es recordar que también con él huía del viejo ritual del mete y saca.
Desde entonces no intenté llenar mi soledad de nuevo.
—Solo digo que no es tan indispensable como todos creen —continúo, después de un largo silencio.
Para mí, no lo era. Oliver seguía orbitando en otro planeta con mi confesión.
—No es para tanto, solo es mi opinión —añado—. Estoy feliz de ser su mano derecha. Mi trabajo es mi mayor logro.
—Me alegra tu felicidad… digo, si en verdad eres feliz así —responde—. Yo prefiero ser feliz con otras cosas. Tomo mi trabajo como el medio para costear mi felicidad, no como la felicidad misma.