EMILY
No todos tuvieron las oportunidades que yo tuve en aquel momento. No todos pudieron sacrificar su vida por un bien común, ni lograron una mejor calidad de vida en tan solo unos días o minutos. No todos pudieron olvidar el pasado, porque siempre los sorprendió, y de la peor manera. Yo nunca lo olvidé, ya que era parte de mí. No todos pudieron olvidar lo que pasó al perder a una persona tan especial en su vida... No todos pudieron ser: yo.
Recuerdo con una claridad escalofriante aquella hermosa tarde en la casa de la tía Rowan. Todos mis familiares salieron con un único objetivo: encontrar el artefacto que mi padre dejó. Supuestamente era algo mágico, algo que valía demasiado dinero y por lo que él había dado su vida. Sentí un nudo en el estómago, un sabor amargo. Me pareció tan egoísta. Él podría haber sido un padre presente, haber dejado de trabajar tan solo por unos días, o simplemente quedarse a mi lado por un tiempo. Lo sé, ahora yo era la egoísta que pedía que su padre regresara y cumpliera con su palabra. Sonaba como lo que no deseaba ser.
Nunca quise ser como él. Jamás me imaginé que mi vida cambiaría de la noche a la mañana. Todo podía volverse diferente, tan diferente, y lo que uno pensaba… simplemente desaparecía.
Sabía que él me amaba, y yo también lo hacía. Por ese motivo, deseaba con toda mi alma que se quedara a mi lado. Esperaba que las cosas cambiaran, pero no fue así.
Él me prometió en su lecho de muerte que volvería, que en realidad jamás se iría de mi lado. Solo debía encontrar su maravilloso artefacto. Esa estúpida cosa que podría ser cualquier objeto en este mundo. Ese artefacto podría ser una cosa o, en un giro cruel del destino, podría ser alguien.
Nunca supe lo que buscaba, pero estaba decidida a encontrar el artefacto o lo que fuera que mi padre había escondido.
No necesitaba una respuesta concreta; bueno, quizás sí la necesitaba, pero sabía que era demasiado difícil conseguir lo que deseaba.
Quería más de una cosa, pero no tenía nada para continuar. Un vacío se extendía frente a mí.
El Día que el Mundo se Rompió
2 de noviembre de 1999
Desperté con unos gritos desgarradores que me taladraron los oídos. No sabía de qué se trataba o si alguien estaba herido. Bajé lentamente mis pies a la superficie fría de la madera. Era tan fría que no comprendía cómo era posible; se suponía que estábamos en verano. Pero para ser justos, el suelo no se sentía como debía.
Agarré mi bata y comencé a caminar hacia el pasillo. Estiré mi brazo para alcanzar el interruptor de la luz. Al tocarlo, una pequeña sonrisa de felicidad escapó de mis labios. Lamentablemente, la luz no se encendió. Estaba más que aterrada, porque los gritos seguían y seguían. Pensé que se callarían de una vez, pero no pasó. Se intensificaron, convirtiéndose en un lamento ahogado que me helaba la sangre.
Regresé a mi habitación para tomar una linterna. Alumbré el suelo helado y observé con claridad pequeñas huellas de sangre y algunas manchas que parecían de arrastre. Tragué saliva, aún mucho más aterrada. Un escalofrío me recorrió la espalda.
No oía nada; los gritos eran ahogados por mis propios latidos cardíacos, que resonaban como tambores en mis oídos. Lo que sentí era tan doloroso que no tenía palabras para expresar en aquel momento. Traté de calmarme para volver a escuchar los gritos, y así fue. Lo logré.
Comencé a seguir los sonidos, cada vez más nítidos. En aquel momento, me di cuenta de que me llevaban a la habitación de mi madre. Negué varias veces con la cabeza al verla, sosteniendo a mi hermano mayor en brazos. Lágrimas gruesas caían de sus ojos rojos e hinchados.
Me acerqué rápido y la abracé fuerte, con la desesperación de una niña. Miré a los ojos a mi hermano con el ceño completamente fruncido. Él poseía unos ojos color verde esmeralda, y mi iris se fijó en esos hermosos ojos verdes que, lentamente, eran cerrados por los dedos manchados de sangre de mi madre. Mi aliento se cortó.
No entendía qué estaba sucediendo. Solo era una pequeña niña de tres años. ¿Cómo se suponía que entendería lo que estaba pasando si ni siquiera me habían dado una pequeña charla sobre la muerte? Por suerte para mí, era mucho más inteligente y capaz de lo que ellos creían. Una chispa de determinación se encendió en medio del caos.
—Mamá, ya no llores... Él está en el cielo, no nos va a olvidar, jamás lo hará... Es familia y la familia nunca se olvida —dije, mirándola fijamente a sus hermosos ojos con una pequeña sonrisa sobre mis labios, una máscara para mi propio pánico—. No tienes que llorar, él lo verá y estará muy triste... No es justo, ¿no crees? —Pregunté, ladeando mi rostro mientras alzaba una sola ceja, intentando romper el hechizo de su dolor.
Quería escuchar la voz de mi mamá diciendo que todo estaría bien, que las cosas cambiarían para mejor, pero nada de eso ocurrió. Un silencio sepulcral llenó la habitación, más aterrador que los gritos.
Mis ojos se cristalizaban, pero no quería que él (mi hermano) notara mi tristeza. No quería que él viera desde el más allá el dolor de los que quedamos. No quería que él cargara con el peso de su muerte.
Ya era demasiado con eso; no tenía que preocuparse por el dolor de nosotros, los que nos quedamos sin él.
—Emily, ve a tu habitación... —dijo mi madre, sin siquiera mirarme, su voz rota, apenas un susurro.
La solté con cuidado.
Miré a mi hermano mayor y sonreí con ternura, un acto reflejo de mi inocencia perdida. Recordé con claridad su belleza. Besé su frente helada y luego me fui nuevamente a mi habitación, arrastrando mis pies como si llevara el peso del mundo.