EMILY
El eco de una promesa rota
3 de noviembre de 1999
Mi hermano ya no estaba. Mi hermano se había ido. Él me había dicho que siempre estaría a mi lado, pero no fue así... Ahora ya no estaba y eso me dolía demasiado, un dolor lacerante que no comprendía, pero que se clavaba en mi pecho.
La puerta de entrada se abrió de par en par y vi los ojos azules fríos y oscuros de mi padre. Fui corriendo para que me abrazara; es más... me lancé a sus brazos con la esperanza desesperada de que me apoyara en aquella tortura que se había apoderado de mi existencia.
Él me vio a los ojos y simplemente siguió caminando, como si yo no existiera. Era como si el aire que respiraba no fuera suficiente para que él me notara. Mi corazón se encogió.
Lo seguí con la mirada. Fue corriendo hacia la habitación donde estaba mi hermano. Me acerqué y lo vi contra la pared, con los ojos cerrados y una expresión fría y distante. Pero pude ver cómo de sus ojos caían lágrimas silenciosas. Estaba llorando. La imagen de mi padre, el hombre inquebrantable, desmoronándose en silencio, me desconcertó.
Me alejé con el ceño fruncido, una mezcla de confusión y rabia burbujeando en mi interior. Fui directamente hacia mi habitación, cerré la puerta de un portazo, un eco de mi frustración, y agarré un par de hojas para dibujar. Cerré mis ojos por unos minutos, intentando apagar el caos, y comencé a dibujar un diamante con dos armas atravesadas en él, una imagen extraña que surgió de mi subconsciente turbulento.
Tiré la hoja, como si pudiera borrar la realidad, y me fui a recostar. Cerré mis ojos y me hice la dormida, una estrategia infantil para evitar lo inevitable: hablar con mi padre.
Él entró a la habitación y se sentó a los pies de la cama, limpiando sus lágrimas, un gesto que no concordaba con su fría indiferencia.
—Cariño... Ahora debes estar bien, no debes llorar, eso te hace débil y tú... Tú, no puedes ser débil.
Oí con claridad lo que salía de sus labios, palabras que se clavaron en mí como puñales. Mi ceño se frunció inmediatamente y traté de controlar mis lágrimas. Sus palabras eran una orden, una sentencia: llorar me haría débil, y yo no era débil. Yo era fuerte y capaz de hacer todo lo que deseara, incluso reprimir mi propio dolor.
—Duerme bien, ten cuidado. No quiero verte llorar, no quiero verte morir...
Se levantó, besó mi frente, un contacto gélido que no me consoló, y me arropó con una sonrisa amplia en su rostro. Parecía un robot. No tenía sentimientos, ni uno solo. La calidez que una vez sentí de él se había desvanecido, reemplazada por una máscara impenetrable.
En el momento en que salió por la puerta, me abracé fuerte las piernas y traté de concentrarme en algo bueno, algo que me permitiera soñar algo maravilloso, escapar de la pesadilla.
Observé atentamente que mi dibujo no se encontraba donde lo había dejado. No podía creer que no estuviera. Se suponía que debería estar allí. Nadie había entrado, solo mi papá... ¿Para qué querría ese estúpido dibujo? La verdad es que no me importaba en lo absoluto; mejor que lo tirara a la basura o que hiciera lo que quisiera con ese papel. Mi arte, mi escape, había sido violado.
Cerré mis ojos para lograr quedarme dormida. Quizás eso me ayudaría, y quizás la mañana siguiente sería mejor. Esperaba que mi padre hubiera podido cambiar en esa noche, porque si no lo hacía, yo no le daría otra oportunidad. Ya me cansé de toda esa tontería, de la falsedad y la frialdad.
Recordé las palabras de Ian, su promesa, y comencé a llorar, un llanto ahogado que no pude contener. No pude evitar sentirme completamente mal por lo sucedido anteriormente. Pero entonces, las palabras de mi padre resonaron en mi mente como una sentencia, y limpié mis lágrimas para poder parecer fuerte, para fingir ser algo que no era.
El precio de la verdad
4 de noviembre de 1999
A la mañana siguiente, todo era diferente, o al menos eso es lo que mi mente, agotada y traumatizada, pensaba. Ya estaba despierta desde hacía bastante tiempo, desde que papá había llegado a mi habitación. Desde aquel momento, el sueño me había abandonado.
Fui directamente a la habitación de Ian con la esperanza vana de verlo, pero su cuerpo ya no se encontraba allí. Era un vacío que me helaba el alma. Vi a lo lejos por la ventana la silueta de mi padre junto con otras personas alrededor de lo que parecía ser una fogata. Una extraña curiosidad, mezclada con un terror creciente, me impulsó.
Obviamente, decidí acercarme. El olor a quemado era demasiado fuerte y extraño; no era ese típico olor de cualquier fogata, era demasiado diferente, más denso, más... macabro. Me acerqué aún más a mi padre y abracé con fuerza su pierna, buscando un consuelo que sabía que no encontraría.
—¿Qué haces aquí, Emily? —Preguntó él, su voz grave, teñida de una impaciencia que me aterrorizó.
Pude observar cómo su ceño estaba completamente fruncido. Parecía estar demasiado cansado, agotado hasta el punto de ser capaz de hacer cualquier cosa que se le pasara por la mente. En esos momentos, sentía un miedo atroz. No sabía de qué era capaz. Lo solté con la esperanza de que no me hiciera daño. Pero de igual manera no sirvió.
Me cargó en brazos y me llevó hasta donde se encontraba mi mamá. Me dejó allí y se despidió. Un adiós sin emociones, sin una mirada atrás.