Emily
Shawn me soltó al salir del baño y, al notar su mano húmeda por mis lágrimas, hizo una mueca de asco. Al parecer, nunca se dio cuenta de que estaba llorando en lo que pensé que era el baño de mujeres, pero no era así… era el baño de hombres. Su reacción me dolió más de lo que esperaba; era un desprecio tan crudo hacia mi vulnerabilidad que me sentí aún más pequeña, aún más expuesta.
Se limpió la mano con una rapidez que me ofendió, como si mis lágrimas fueran veneno, y luego me miró a los ojos fijamente, con esa intensidad que ya conocía, que me taladraba el alma. Aquello me incomodó un poco. Nunca me habían visto llorar y hacer el ridículo el mismo día, frente a un desconocido tan irritante y enigmático como él. Mi orgullo se sentía pisoteado, hecho añicos.
—Eres una niña, no deberías de trabajar aquí. Las niñas deben estar en su casa —dijo, su voz más suave de lo normal, pero el tono seguía siendo condescendiente. Sentí la punzada de su menosprecio, como si mi edad me descalificara para sentir, para buscar, para exigir. Me hirió profundamente.
—Sandía, no soy una niña —respondí, mi voz quebrada por el llanto reciente, pero con una determinación que no esperaba. Era la verdad, sí, mi dolor era real, palpable—. Es solo que… amo a mi hermano y leer ese maldito expediente es lo que quiero. Y al ver que me lo das, que la verdad está ahí, pero al mismo tiempo no hay nada más que horror, me duele. Duele ver su final tan cruel, tan injusto —Bajé mi rostro, ocultando la vergüenza y la pena que me invadían, y luego me encogí de hombros, sintiéndome pequeña y desamparada, perdida en un océano de dolor.
—No hay nada porque ambos encontraremos la verdad, no tienes que pensar de ese modo. Las cosas buenas pasan, Emily, y ahora, muy pronto, pasarán. No soy una niñera, ya te voy avisando, el que avisa no traiciona —dijo, levantando mi rostro entre sus grandes manos. Esta vez, su tacto fue sorprendentemente suave, casi protector, y sus ojos, por un instante, parecieron transparentar una compasión que me desarmó, una chispa de humanidad. Era una dualidad que me confundía, me asustaba, me atraía y me repelía al mismo tiempo.
—No necesito una niñera —corregí, apartando mi rostro para que no me tocara nuevamente. Su cercanía me perturbaba, me generaba una mezcla de rechazo y una extraña, incómoda, comodidad que no podía entender.
—¿Por qué sandía? —preguntó él, y su tono de voz, por primera vez, sonaba con una genuina curiosidad, casi un matiz de diversión, como un niño.
—Porque… hueles a sandía. Tu aliento es de sandía —Asentí varias veces mientras lo miraba, el sabor dulzón en el aire era innegable, casi infantil.
—¡Ah! Eso —dijo, y un atisbo de sonrisa apareció en su rostro. Una sonrisa genuina, no la mueca retorcida que había visto antes. Era casi bonita, si no fuera porque venía de él—. Es un chicle. El chicle de sandía es mi favorito. Además… soy rico. La sandía es mi fruta favorita, quiero creer que te gusta —dijo con un tono de voz en broma, y luego agregó, con un guiño que no pude descifrar si era una burla o una invitación, una trampa o un acercamiento—: ¿Quieres probar? Quizás te guste mucho más de lo que crees y te vuelvas fan de aquella fruta.
Me quedé completamente estupefacta. Mis mejillas se volvieron completamente rojas, un calor avergonzante invadió todo mi cuerpo, desde la punta de los pies hasta la raíz de mi cabello. Mis ojos se abrieron completamente, sintiendo cómo se me dilataban las pupilas, la sorpresa era mayúscula. Y luego, sin pensarlo dos veces, salí corriendo de allí. Corrí lo más rápido posible por el pasillo, mis piernas moviéndose por puro instinto, mis pulmones ardiendo, hasta que un elevador se abrió y me impidió seguir. En ese instante, una joven, con una sonrisa enigmática que no supe descifrar, salió del elevador y me inyectó algo en el cuello. No sentí dolor, solo un pinchazo fugaz, como el de una aguja fina. En ese momento, mis ojos se cerraron, el mundo se desvaneció, y no vi nada más. La oscuridad me engulló, una oscuridad que me prometía un nuevo horror.
Abrí mis ojos con el ceño fruncido, la cabeza me daba vueltas, me sentía completamente mareada, como si el mundo girara a mi alrededor, desorientándome por completo. Observé el lugar; efectivamente, era el elevador. Pero no era el mismo en el que había visto a la joven. ¿Por qué siempre me sucedían cosas como estas? Era como si mi vida fuera una serie de eventos extraños e inexplicables, un guion escrito por un demente.
Me di cuenta de que yo no había subido a él. No comprendía cómo era posible tal cosa. Nunca había entrado a ese lugar… pero ahora me encontraba en él. Mi ceño se frunció inmediatamente al notar cómo el lugar se comenzaba a llenar de agua. Era fría, helada, y me estaba mojando, empapando hasta los huesos, calándome hasta la médula. Por lo menos, aquel calor que había sentido por la vergüenza se estaba apagando con esta fría agua que estaba llenando todo el lugar. Era un alivio temporal, extraño, un respiro de la humillación.
Tenía miedo, tenía mucho miedo de morir. Mis pulmones comenzaron a arder, la respiración se hacía cada vez más difícil, cada bocanada de aire era un tormento. No podía morir y ahora mucho menos; debía encontrar la verdad de Ian, debía resolver el misterio de Itzitery. Si después de eso moría, ya no me importaba… pero ahora, lo único importante era continuar y salvar mi vida. Tenía que vivir sí o sí, aferrándome a esa promesa con la fuerza de un náufrago.
El agua comenzaba a tapar más y más, cada vez más rápido. Mis piernas ya estaban sumergidas, luego mi cintura, mi pecho… el nivel subía sin piedad. En el momento en que el agua llegó a mis ojos, los cerré por unos momentos, el pánico atenazándome, un nudo de terror en mi garganta. Luego los abrí, negando varias veces con la cabeza, como si pudiera borrar la realidad con un simple gesto. Sabía en mi interior que nada de esto era real, que era una ilusión, una prueba de resistencia. Abrí mi boca y eso fue lo que susurré, el agua ya casi cubriéndome por completo, mi voz apenas un murmullo que se perdió en la inmensidad del agua: “No es real”.