Izanami no Kami

Capítulo Cinco

 

"...porque un hijo es el único ser al que se ama más que uno mismo"

 

La herida de Izanami no dejó más que un camino encarnado a su paso. De cada gota nacía una flor tan roja como la sangre, de una belleza a juego con la de la diosa.

Izanami huyó lejos donde el sol no pudiese encontrarla. Fue eventualmente perseguida por su esposo, siendo sus hijos los que le decían cada uno de sus pasos por lo largo de la isla de Japón. Fue cazada como si de un animal se tratara, un deporte entre las demás deidades para deshacerse de ella y recuperar la parte robada de Ame no nuboko, una que había tomado antes de emprender la fuga.

Tal vez por la mera curiosidad de cuan arduo la diosa se aferraba a la vida de su hijo fue que inesperadamente las puertas del inframundo se mostraron ante ella. Los dirigentes del Yomi, los cuales habían estado observando desde abajo, sabían que solo la muerte podía ser permitida en el submundo, pero si Izanami estaba tan dispuesta en salvar a Kagutsuchi, solo le quedaba una sola opción.

Ame no nuboko se hundió con fuerza dentro de la carne de la diosa. La lanza partió la piel y se abrió paso por sus intestinos. No dudo en abrir su estómago y verter gran parte de sus órganos por la tierra del sol naciente. Del hígado nació Kuraokami, de los pulmones Amatsu-Mikaboshi, del baso Oyamatsumi y de sus lágrimas derramadas nació el dragón de agua, Watatsumi.

El ser divino cubrió a su madre y hermanos con su cuerpo para que, con un poderoso rugido, verter el mar sobre los que osaron cazar a su progenitora. Las olas cubrieron a los oyashima y amenazaron con devorar toda creación de los seres divinos.

 Aprovechando la distracción, la diosa, con su último aliento, procuró proteger a su hijo de la miasma que desprendía la entrada del infierno. Soltó un suave soplo sobre el bebé creando una capa dorada a su alrededor. Luego de aquello, la deidad se apresuró en desprenderse de su cuerpo moribundo y ocultarlo entre las malezas del Monte Hiba antes de dirigirse hacia las puertas y abrirlas. 

Del umbral del caos y el dolor un rugido que juraba ruina se escapó. El mismo inframundo desafiaba a las necias deidades que habían perseguido a Izanami a poner tan solo un pie en su tierra. No dudaría en robar mucho más que sus almas y prometer mucho más que eterna agonía.

Izanagi huyó como un sabueso medroso, con el rabo entre las piernas y refunfuñando amenazas nulas. 

—Volveré, volveré y tomaré lo que me pertenece —vociferó antes de perderse en el alba.

¿Se refería a la parte robada de Ame no nuboko o a su difunta esposa? Quien sabe.

Lo único que importa y se debe de entender es que Izanami no fue asesinada sino más bien eligió la muerte, una que irónicamente le traería vida a su pequeño infante de brasas bravas.

 Dentro del Yomi solo reina la penumbra y en ello se había convertido la diosa de la creación, no de vida, sino de ira y de destrucción. 

 




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